jueves, 28 de octubre de 2010

Libertad para hablar

Libertad, por Alfonso Ussía

El feminismo radical y victimista nos quiere obligar a hablar de otra manera. Quevedo, Góngora y Villamediana al trullo. Villergas, Bretón y Manuel del Palacio a la hoguera. Foxá, Balbontín, Cela, Pérez Creus y Pérez-Reverte al exilio. Y dos centenares más de escritores libres ante el poder político. El alcalde de Valladolid está a un paso de ser fulminado por una simple observación de mal gusto. Se ha disculpado, aterrorizado por la reacción de quienes insultan todos los días a la inteligencia. En 1976, Juan Pérez Creus, tan buen poeta epigramista como pelmazo en la vida, le dedicó un soneto a una periodista de mimos rojos y abiertas praderas. Hoy lo habrían apedreado en la calle. 

«Llamarte fresca, pobre sonaría;
llamarte zorra, no daría tu talla
pues por puta te tienen las personas.
Y llamarte putísima, sería
como llamarle cerro al Himalaya,
como llamarle arroyo al Amazonas». 

Eso sí. Silencio cuando una columnista oficial llama «hijos de puta» a diez millones de españoles –los que votaron al PP–, y un alcalde con aspecto de garbanzo transgénico a esos mismos españoles los califica de «tontos de los cojones». También defiendo su libertad para escribir y decir lo que se les antoje.

Una descortesía no puede convertirse en un argumento político fuera del histerismo feminista y el ámbito necio de lo políticamente correcto. Las palabras son de cada uno y vuelan libres. Los hay que las recogen y se disculpan, y otros no tanto. Disfrazan sus intenciones. También el disfraz del insulto está en la libertad. En la España culta, el insulto alcanzó cotas de talento y academicismo altas y cimeras. A Benavente le decían «maricón» las izquierdas, como a Federico García Lorca las derechas. Insultos zafios y directos, de pésima categoría, pero libres. Y la puta no se le cayó del pergamino ni a Góngora ni a Quevedo. Así es como habla la calle, y no hay remedio para que cambie. Si los partidarios del lenguaje «buenista» reconocieran su fracaso didáctico, seríamos más libres. Ahí están los vigilantes de la intolerancia, que no dejan pasar ni una. Ya no se puede decir, ni en una charla privada, «hacer el indio» o «estar negro», porque la acusación de racista se produce de inmediato. Alguien le comentó en una radio, amablemente, a un compañero de tertulia. «Estás ciego de ira». Inmediatamente llamó la madre de un invidente, hondamente herida por la alusión a su hijo. Coacción lingüística para alcanzar la mediocridad expresiva. Llegará el día en el que decir «no te hagas el sueco» conllevará la inmediata protesta del embajador de Suecia.

El español no es sutil. No podemos competir en calidad de insultos y descalificaciones con los ingleses. Pero somos polisémicos, como decía Alonso. «Hijo de puta», según el tono que se pronuncie, es traducible como insulto o expresión admirativa. Insisto en que no hay elogio más rotundo, hoy en día, que ser un tío de puta madre. Déjennos las pelmazas feministas y los falsos profetas del «buenismo» hablar y dialogar como siempre lo hemos hecho. «No hay moros en la costa», eso que regala tranquilidad, también se interpreta como un exabrupto contra el Islam. Los centinelas de la estupidez semántica no perdonan. Lo que ha dicho el alcalde de Valladolid de la señora Pajín es, simplemente, una metedura de pata. Nunca un argumento político. Le exigen a Rajoy que desautorice al alcalde del PP. Se me antoja una gilipollez, dicho sea con la libertad que me concede mi pertenencia a la calle. 


Alfonso Ussía, en La Razón

Vía MD

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