Con la excepción de los pantalones que se pone habitualmente, a la ministra de Asuntos Exteriores todo le viene grande. Espero no ser ajusticiado por machista, porque en mi preámbulo no hay opinión, sino evidencia. A la ministra le vienen grandes los cargos, las responsabilidades y las elecciones. No ha ganado ninguna, y gracias a ello ocupa en la actualidad una cartera ministerial fundamental. Es simpática, no lo pongo en duda. Y amiga de Rubalcaba. Y de Zapatero. Méritos culminantes.
La señora ministra doña Trinidad Jiménez, no se ha enterado de lo que ha pasado en el viejo Sahara Español. Resulta curiosa la facilidad de nuestra izquierda para columpiarse en la ética y la estética. Quedó muda cuando su colega marroquí pisoteó la libertad de expresión de la prensa española. Eso lo soporta una tontaina, pero no la ministra de Asuntos Exteriores del Gobierno democrático de un Estado de Derecho. Y ahora, con muertos marroquíes y saharauis durante la revuelta de El Aaiún, solicita prudencia. La señora ministra era muy amiga del Frente Polisario en su reciente juventud. La señora ministra ha defendido siempre la facultad del pueblo saharaui para alcanzar su independencia y su libertad. La señora ministra, al fin, se ha apercibido de que los eslóganes y los lugares comunes de la retroprogresía, chocan frontalmente con los intereses internacionales de España. No somos nadie. Y lo que es peor. No somos nada. Desde el año 2004, España es un cero a la izquierda en la política internacional. Los Castro, Chávez, los palestinos y Marruecos. La ministra está en Bolivia.
La señora ministra, que mantiene en los pasillos de su ministerio a ilustres y competentes diplomáticos por el solo hecho de no ser socialistas –los diplomáticos, como los militares, son ante todo españoles y leales al Gobierno de España–, se ha largado a Bolivia mientras el Sahara estallaba de cólera. Y en Bolivia, encantadora, ha visitado a Evo Morales y le ha regalado un jamón. Allí, a cuatro mil metros de altura, ha inaugurado un complejo de ingeniería en el que nada ha colaborado para abastecer de agua a los aymaras. Es de esperar que con anterioridad a su ascenso a tan considerable altura, se haya desprendido del jamón. Un jamón de Jabugo, a cuatro mil metros sobre el nivel del mar, pesa más que la melancolía de Manuel Chaves. Ha sido nombrada «Princesa de los aymaras», mientras los marroquíes y saharauis estaban liados a tiros. Por respeto a sus ideas pasadas, podría haber estado algo más pendiente de la situación. Aunque quizá, lo mejor para España, para Marruecos y para los saharauis, sea que reparta jamones por el altiplano de Bolivia. Porque España, por culpa de la desastrosa política internacional llevada a cabo por Moratinos y Zapatero, es un cero a la izquierda en el sentido más traducible. Cero y a la izquierda. Pero una ministra no huye. El Sahara fue nuestro, y los saharauis, aunque no lo merezca el Frente Polisario del último tramo colonial, son los nuestros. Los nuestros de antes. Los de la señora ministra que ha inaugurado su enchufe con jamones en Bolivia. Todo le viene grande.
Su sonrisa, su olvido, su ruina en el criterio, su bancarrota «progre», sus derrotas en las urnas y su regalo ministerial. Más que ministra de Asuntos Exteriores, es la cautiva del cacique, o del sultán almoreví que cantó Jorge Cafrune, allá en Jujuy, mirando a Bolivia, inspirado en un viejo romance español del siglo XVII. Hasta las huidas le vienen grandes. ¡Ministraza!
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