COMO comentaba el pasado martes en esta misma columna, la virulencia con la que está tratando de defender el statu quo lingüístico el catalanismo es una señal inequívoca de su nerviosismo. El sinfín de vituperios, ahí está la campaña orquestada contra este héroe de las libertades que es Jorge Campos, es un síntoma de la escasez argumental del catalanismo para enfrentarse dialécticamente a la teoría de los derechos, la columna vertebral de los regímenes demoliberales que consagran la primacía del individuo sobre el suelo, la clase social, la lengua, la raza, el sexo o cualquier otra atadura a un orden colectivo. La gran revolución del Estado liberal que arrasa con el holismo precedente santifica los principios de la libertad e igualdad ante la ley. El individuo se alza como referente último de la democracia.
De ahí que un ataque a los derechos individuales sólo puede provenir de quienes cuestionan lo fundamental en una democracia, esta esfera de libertades negativas en las que nadie -ni siquiera el Estado- debe inmiscuirse. En Europa estos ataques a las mismas esencias democráticas están perfectamente localizados y se circunscriben a las fuerzas populistas. En términos europeos y si nos limitamos a la cuestión identitaria, lo más próximo a nuestros nacionalistas son Le Pen y los herederos de Haider que reivindican el «ius soli» -el derecho de pertenencia al territorio- para reclamar a sus gobiernos medidas contra los no-nacionales, el mismo principio sobre el cual nuestros nacionalistas fundamentan sus políticas lingüísticas de exclusión y por ende de acceso exclusivo a la Administración. No en vano la exigencia de la lengua es una cristalización concreta de este «ius soli» por mucho que quieran disfrazar el catalán como lengua de «integración» y «cohesión social» para los foráneos.
Hasta hace poco los catalanistas vivían confortablemente puesto que su única oposición provenía del anticatalanismo filológico con sus interminables querellas: mallorquín o catalán, «moix» o «gat», «got» o «tassó»… Los catalanistas se sentían amos y señores ya que, gracias al formidable apoyo institucional recibido, otorgaban bulas de «ignorancia» a los rebeldes y de «buena conducta» a los conversos. Las disputas filológicas suponían, a fin de cuentas, jugar en su terreno favorito donde tenían todas las de ganar. Las tornas cambian desde el momento en que surge otro tipo de anticatalanismo que, lejos de centrarse en el «got» o «tassó», se centra en la libertad y la igualdad ante la ley que prohíben la discriminación por razones de lengua.
El cambio de escenario despista a los catalanistas. Al principio se niegan a admitir las acusaciones de imposición lingüística. Poco a poco se van percatando de que su corpus doctrinal para luchar contra lo que llaman «gonelles» o «blaveros» está desfasado frente a quienes esgrimen la libertad. Quienes se veían como «progresistas» y paladines de la democracia aparecen ahora como unos dictadores reaccionarios. Las víctimas de ayer son ahora los nuevos tiranos. No comprenden que a ellos, inflamados de retórica antifascista, se les acuse de «fascistas» y «opresores» por pisotear los derechos lingüísticos de los castellanohablantes. Las fuerzas nacionalistas, que hasta finales de los noventa estaban en ascenso, empiezan a desinflarse en las urnas. Y en este declive no es baladí el nuevo aparato conceptual del anticatalanismo.
Resulta revelador observar cómo los catalanistas -la OCB señala el camino- han ido cambiando sutil y paulatinamente su discurso. Al principio, ni siquiera admitían que la obligatoriedad del catalán en las aulas fuera una realidad. Finalmente, no les ha quedado más remedio que admitirlo, conscientes de que no podían negar por más tiempo la realidad. Y ahora tratan de reciclarse. Los catalanistas, sólo los más inteligentes, tratan ahora de convertir el deber impuesto de aprender en catalán en un «derecho» del niño -o del extranjero- a aprender «el catalán» ya que favorece su «integración». Tratan ahora de convertir deberes en derechos, imposiciones en paternalismo benefactor. Han pasado de jugar en campo propio -la filología, la sociolingüística- a jugar en campo contrario: los derechos individuales. Tienen todas las de perder pero al menos tratan de no aparecer como los totalitarios que son. Saben que, en una época hiperindividualista como la nuestra, oponerse a la libertad de elegir no es popular. Por esto parlotean de «derechos» en un intento de embarrar el terreno de juego. Los partidarios del monolingüismo obligatorio en catalán se presentan como los defensores de la «pluralidad». Así, la web oficiosa de la OCB afirma en un editorial que «nos quieren recortar derechos». Según estos estudiantes sobrevenidos de derecho alternativo en que se han convertido nuestros catalanistas, los liberales estaríamos «eliminando las garantías de los catalanohablantes a utilizar su lengua en la administración, los medios, la escuela y la sanidad pública». Una falsedad y una inversión victimista absoluta. ¿A qué «garantías» se refieren? El derecho que se les estaría mutilando sería un supuesto «derecho a vivir en catalán», un «derecho» tan absurdo como exigir que en Llubí o Magalluf me hablen en castellano. Garantizar el derecho «a vivir en catalán» -o en cualquier otro idioma- nos conduce directamente al infierno totalitario con la imposición por decreto del uso obligatorio del catalán.
La fanfarria de los «derechos» inexistentes no es el único reciclaje del catalanismo. Otra moda es apelar al victimismo economicista. Antes su victimismo se limitaba a lo lingüístico y cultural, la independencia como estadio final se justificaba porque sólo en un estado soberano la lengua «propia» podía sobrevivir -una falsedad, ahí está el caso irlandés-. Ahora la independencia se justifica porque Madrid «nos roba». De ahí la invención de las balanzas fiscales, la reforma de la financiación autonómica o el anhelo de la prensa del Grupo Serra en colocar diputados nacionalistas en Madrid para sacar tajada. Esta fue la razón de ser de la coalición Unitat que encabezó Pere Sampol en las últimas generales. El victimismo fiscal que pregona SI, el partido de Joan Laporta, deja en un juego de niños las lamentaciones de Sampol.
Vía El Mundo
No hay comentarios:
Publicar un comentario