EN el zapping brumoso de la medianoche, un apergaminado Fidel Castro comparece en Cubavisión con una guayabera de cuadros grises ante un auditorio de embajadores y pelotas, algunos de ellos ataviados con chándals, para soltarles una plúmbea monserga sobre la guerra nuclear que según él se avecina en fecha perentoria. En los años de reclusión hospitalaria no parece haber perdido sólo unos metros de intestino; también ha desaparecido su vibrante tono combativo y su capacidad de análisis. El dinosaurio ilustra a su tropilla de lameculos con batallitas de abuelete y fundamenta sus augurios en caducos datos de hemeroteca polvorienta; escuchado con arrobo reverencial por la meliflua concurrencia, el macilento tirano diserta de geopolítica con la precisión académica de un activista de barrio.
La vulgar perorata del Ministerio de Exteriores, llena de rancia truculencia predictiva, forma parte del montaje propagandístico con que la dictadura cubana pretende revelar la supuesta vuelta al control supremo del sátrapa: cinco apariciones televisadas en una semana intentan mostrar al mundo que Fidel permanece al mando de las operaciones con que el régimen trata de lavarse la cara. Hay un mensaje implícito más allá de la aparente salud del viejo déspota, y es el de que la excarcelación de disidentes cuenta con su anuencia y no forma parte de ningún plan de apertura, tal como Moratinos trata de hacer creer con benevolencia culpable. Desde la fortaleza moral de su ejemplar resistencia, el esquelético Guillermo Fariñas denuncia el montaje con amargo realismo: se trata de un mero amago táctico para ablandar a la Unión Europea con la complicidad de falsos ingenuos voluntaristas dispuestos a colgarse medallas de hojalata.
En España, siete hombres inocentes vegetan en un limbo jurídico que el Gobierno zapaterista intenta pasar por un gesto histórico. No han sido liberados, sino excarcelados, obligados a cambiar la mazmorra por el exilio; una discreta suavización de la pena que en su secuestrado país conlleva el delito de opinar. La supuesta trascendentalidad de esa operación que la propaganda presenta como un punto de inflexión irreversible queda en solfa ante la exhibición mediática del tiranosaurio, aferrado a todos los viejos tópicos de su poder aislacionista. Por alguna razón recóndita de la psicología política, quizá relacionada con los hondos complejos morales de una izquierda abotargada por la esclerosis ideológica, el castrismo vive el extraño fenómeno de poseer ya más adeptos en Europa que en la propia Cuba.
En un momento cumbre de la charleta televisada, unos funcionarios reparten al auditorio copia manuscrita de las reflexiones de Castro. Una de ellas se titula «Cómo me gustaría estar equivocado». El problema es que lleva cuarenta años de contumaces errores cuya factura están pagando, y a qué precio, los propios cubanos.
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