Angela Vallvey
Somos mitad marxistas-leninistas, mitad franquistas, por mentalidad y por herencia. O sea, francomarxistas. Vivimos al Oeste de los Urales y al Sur de los Pirineos. Nos alimentan los consoladores tópicos propios de una vieja autarquía. Nuestra ideología tiene la profundidad de un eslogan bolchevique, el calado intelectual de una pancarta. Como somos una sociedad fervorosa, crédula, preferimos el cemento de un credo antes que los fangos de la razón. Por eso oscilamos entre el intercambio de puñales y de inciensos. Nunca hemos brillado por reconocer la valía de ninguno de nuestros grandes compatriotas. Los escritores españoles del siglo XVIII, por ejemplo, consideraron a los que les precedieron como si fuesen escoria, mientras en el extranjero eran traducidos y estudiados con mimo. Como decía Farinelli: «Probablemente ninguna nación como España trató con más descuido a sus grandes poetas, a sus profundos pensadores». El desprecio, costumbre nacional, también posee tintes soviéticos: nuestro sentido del igualitarismo es feroz, si bien no deseamos igualar por arriba, sino por abajo. De modo que, como se decía antes, al que saca la cabeza por encima de la media, se la cortamos. No somos famosos por aupar y proteger a los grandes personajes de nuestra historia, sino por enaltecer y glorificar a los imbéciles. Fernando VII, uno de los mayores desastres políticos de la España reciente, fue llamado «El deseado», y el «pueblo» español, que adora a los cretinos, se levantó en armas por él y por él se hizo fusilar, por ese traidor que había vendido España a Napoleón por cuatro reales. Los afrancesados, los reformistas, los «modernos» de verdad, siempre han sido minoría sufriente y a extinguir en España, rincón del mundo donde triunfa el botarate en la historia, el hazmerreír en la tele (su miseria transformada en espectáculo humillante nos consuela de la propia), el corrupto en los negocios, el iletrado en la política. Y siempre con el apoyo del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, que jamás se ha fiado de nadie que parezca más listo de la cuenta. Fernando VII era un asno, Franco un mediocre. Por eso ambos han escrito, en suelo español, en la historia española, sus grandes éxitos. En los últimos años, España ha vivido uno de sus debates favoritos, propios de su secular rusticidad: la nación discutida y discutible. La solución puede ser soviética: en la URSS había quince Repúblicas Socialistas Soviéticas. Nosotros somos diecisiete. Yo creo que, ya que tenemos tanta influencia rusa, podríamos copiar el modelo del todo, hasta sus últimas consecuencia, un patrón que fue un primor y que tan «buen» resultado dio durante casi 70 años. Quizás sea poco elegante, nada funcional y de baja calidad, pero se demostró sólido y duradero, como buen diseño soviético: en la añorada URSS todas las repúblicas socialistas soviéticas tenían el derecho, garantizado por la Constitución, de poder independizarse. Sin embargo, ninguna de ellas lo utilizó jamás (no había «oeufs», por decirlo en francés que queda más fino que «huevos»). Aquí, siendo lógicos, deberíamos hacer lo mismo. (Venga, ánimo…).Vía la Razón
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