Esto va a acabar mal porque no hay país viable que pueda tomarse su propia gobernanza a cachondeo
TENÍA que ocurrir y ya ha ocurrido. Lo único que faltaba en nuestro desbarajuste territorial era que después de haberse autoasignado competencias como el que se sirve el desayuno en el buffet de un hotel, las autonomías decidiesen cumplir las leyes a la carta según el criterio de sus virreyes de turno. Ésta del aborto no me gusta porque soy católico, ésta otra del idioma porque soy catalán y aquélla de los planes de estudio porque en mis islas no hay ríos. Se han apropiado de las aguas y de los parques llamados ¡nacionales!, han creado poderes judiciales y agencias tributarias de la señorita Pepis, han vestido a los guardias de uniformes folklóricos y hasta hay una región que ha puesto en su Estatuto una cláusula de «culo veo, culo quiero» para atribuirse las funciones que el Estado les permita a las demás. Ahora ya simplemente se arrogan la potestad de tachar las leyes que no les convengan como señores de horca y cuchillo, pura extraterritorialidad de factoa la medida del horizonte del campanario. Váyase usted a abortar fuera de Murcia o a aprender español fuera de Cataluña que esto es como la aldea de Asterix y no nos gustan los romanos.
Poco puede asombrar sin embargo este caos cuando el primero que lo promueve es el presidente del Gobierno, que lleva seis años dedicado a la sorprendente tarea de achicar su propio ámbito de acción. Si el encargado de gobernar para todos los españoles le promete a Cataluña encontrar el modo de hacer lo que el Tribunal Constitucional ha prohibido que se haga —por ejemplo, constituir un consejo de justicia soberano— mal se va a sorprender de que el presidente murciano considere que en sus dominios no rige la flamante ley zapaterista del aborto. Donde las dan las toman; el problema es que las den, y el Gobierno se ha puesto a repartir prebendas como quien reparte chocolatinas: para ti los ríos, para ti las costas, para ése los aeropuertos y para aquél los museos. Lo que no se entiende es para qué quiere Zapatero tantos ministerios si la última función que le quedaba a la mayoría de ellos, que era la iniciativa de legislar para toda la nación, ha tropezado con los aranceles autonómicos levantados por los reinos de taifas.
El Estado de las autonomías, construido a trancas y barrancas con un cierto sentido de equilibrio igualitario, ha quedado convertido en un descalzaperros particularista en el que los funcionarios cobran sueldos diferentes, los estudiantes aprenden conocimientos distintos y los ciudadanos en general pagan impuestos disímiles y no poseen los mismos derechos. Ahora tampoco tienen por qué obedecer según qué leyes. No hay que ser un jacobino recalcitrante para darse cuenta de que esto va a acabar mal porque no hay país viable que pueda tomarse su propia gobernanza a cachondeo.
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