(LD) Uno de los temas recurrentes en todos los programas de regeneración de la sociedad y la economía españolas es la necesidad de mejorar nuestro sistema educativo, desde la escuela elemental hasta la universidad. Siempre ha estado muy extendida, en efecto, la idea de que los niveles educativos en España eran más bajos que en otros países europeos y la opinión de que, si no se lograban mejoras significativas en este campo, el progreso económico del país sería mucho más difícil.
Pero es evidente también que no todo el mundo ha pensado lo mismo. Desde hace varios siglos, se ha preferido en muchos casos anteponer el adoctrinamiento del estudiante a su cualificación técnica. Es en este sentido en el que hay que entender, por ejemplo, la famosa disposición de Felipe II que obligaba a volver a España a cuantos nacionales estuvieran estudiando en universidades extranjeras, con pocas excepciones. Y es también la ideología la que prima en un modelo educativo que atribuye, por ejemplo, mayor importancia a la espontaneidad del alumno que a sus conocimientos de matemáticas o de gramática, por no mencionar la imposición a los alumnos de determinados valores sociales o morales con los que el poder político trata de hacer ingeniería social.
Los resultados están a la vista. Ninguna de nuestras universidades está entre las mejores y tenemos unos estudiantes de enseñanza media y elemental con unos niveles de formación muy deficientes, que ocupan de manera sistemática puestos muy bajos en los rankings de conocimientos que elaboran diversas organizaciones internacionales. La cultura del esfuerzo tiene muy poco prestigio en nuestro país; y la idea de que hay que tratar de manera diferente a los alumnos que realmente trabajan y a aquellos que prefieren dedicar su tiempo al copeo y a la vagancia es mal vista por muchos pedagogos a la moda.
Nuestros estudiantes, en resumen, saben poco y han asimilado, a menudo, ideas muy contrarias a aquellas que constituyen el fundamento del progreso económico. No es sorprendente que, junto a reformas importantes en la regulación y organización de algunos mercados, casi todos los expertos y organizaciones internacionales que han analizado la perspectiva del crecimiento económico español en el medio y en el largo plazo hayan insistido en la necesidad de mejorar de forma sustancial nuestro modelo educativo. El reciente informe de la OCDE en este sentido no es, por tanto, un documento aislado.
La escuela fue durante mucho tiempo bandera de la izquierda española; y no se entiende el mensaje del reformismo y el regeneracionismo, desde el siglo XVIII hasta el siglo XX si se excluyen los proyectos de elevar el nivel de las escuelas, la formación profesional y las universidades. Cabe preguntarse por qué las cosas han cambiado tanto.
La estrategia de la izquierda de nuestros días, consistente en pedir más dinero para las escuelas públicas y negar cualquier tipo de ayuda a los centros de enseñanza privados, es algo muy diferente. Con ella no se busca tanto elevar la calidad de las escuelas públicas como hacer desaparecer la competencia de las privadas. No se intenta igualar por arriba; el objetivo, es más bien, eliminar a quienes destacan. Y éste es uno de los peores errores en los que puede caer un sistema educativo. Decía George Stigler –un conocido economista norteamericano, en su día galardonado con el premio Nobel– que lo que había hecho que las universidades de los Estados Unidos fueran las mejores del mundo no era que dispusieran de más recursos que otras. La razón era, en su opinión, que compiten entre sí por los mejores profesores, los mejores estudiantes y los mejores proyectos de investigación. Es la vía a seguir. Pero nosotros, por el momento, vamos en la dirección contraria.
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