Sergi Doria
El historiador Jaume Vicens Vives afirmó que Cataluña debía desechar las leyendas románticas y afrontar la verdad histórica, sin temor a lo que pudiera encontrar. A un siglo de su nacimiento y cincuenta años de su muerte, la Cataluña del tripartito sigue varada entre lo real y lo imaginado. Algunos imaginan un estado independiente, pero las consultas soberanistas arrojan un escuálido veinte por ciento de participación; otros, con el pretexto de la defensa de los animales, pretenden abolir por ley la fiesta de los toros; pero la Historia, tozuda, recuerda que Barcelona llegó a contar con dos plazas en la misma Gran Vía; hace siglo y medio, el urbanista Ildefonso Cerdá proyectó la metrópolis futura en la cuadrícula del Ensanche, pero el nacionalismo le hizo la vida imposible: su plan había sido aprobado por el Ministerio de Fomento del Gobierno de Madrid.
La «rauxa», advertía Vicens Vives, es «estar falto de «seny», obedecer los impulsos emocionales... Nos dejamos llevar por la pasión, sin sopesar las realidades ni medir las consecuencias». Y ese «arrauxament» -concluía- sólo conduce al «tot o res», el todo o nada. En el difícil equilibrio de lo absoluto basculan los signos del pintor Tàpies. Y la razón de Vicens, Pla o Cerdá postuló una Cataluña real frente a la perniciosa herencia romántica de Herder y sus acólitos: esa que hizo de la lengua la única razón de ser de la cultura.
De poco sirve la Filología para nombrar la Nada. Cataluña ha de torear con la compleja realidad: aterrizar en la Historia.
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