Cuentan de Garzón en la Audiencia Nacional que, cuando a este juez le tocaba pagar el café, tenía siempre la virtud de desaparecer
Cuentan de Garzón en la Audiencia Nacional que, cuando a este juez le tocaba pagar el café, tenía siempre la virtud de desaparecer. Lo que da una idea de sus complicadas relaciones con el dinero, problemillas, en cualquier caso, al lado de los datos y sospechas que penden sobre él en el auto del Supremo sobre sus cursos en Nueva York. Y de los que se desprende que su decencia, de la que presumía ayer el propio juez en una entrevista en Público, es más que dudosa.
«Me considero una persona decente», declaraba solemnemente Garzón. Claro que no reivindicaba su decencia en relación con los oscuros cobros neoyorquinos sino con sus investigaciones sobre el franquismo, parapeto tras el cual Garzón pretende enmascarar lo que es la vulgar historia del hombre que perdió el sentido de la medida y de los límites de su función. Del hombre que sucumbió a la egolatría, a la megalomanía, al ansia de poder. Historia cuya particularidad es que el caído sea un juez, cuando más bien tienden a serlo los políticos o los líderes empresariales.
Y cuya sorpresa es la ceguera de quienes se niegan a reconocer la auténtica faz del protagonista. Esa izquierda que acusa a la derecha de «ser el partido de la corrupción», a pesar de tener tan repartidos los procesados y condenados, y que no sólo cierra los ojos ante todos los abusos y excesos de Garzón, sino que convierte al juez en su referente y en su héroe.
Un héroe ligero con las exigencias de la ley, débil con las tentaciones del dinero. Y, aún más, cambiante con los principios y con sus propias investigaciones. La decencia no se puede construir sobre el olvido y la falta de memoria, decía Garzón, el mismo hombre que, en plena negociación del Gobierno con ETA, decidió repentinamente que una parte de ETA ya no era ETA sino izquierda abertzale. O que no dudó en renunciar a la decencia en pos de sus ambiciones políticas y de poder.
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