miércoles, 4 de agosto de 2010

Huelga, de un derecho a un abuso

AL GRANO

ANTONIO ALEMANY DEZCALLAR

ESTÁBAMOS en los inicios de la Transición y Fraga era, entonces, embajador en Londres. Se le consideraba, en aquellos momentos y junto a José María Areilza, uno de los «caballos blancos» que podían pilotar el formidable proceso de pasar de un régimen autoritario a un régimen democrático a través de un encaje de bolillos que consistía en pasar de «una legalidad a otra legalidad» que es lo que ocurrió tras el harakiri de las Cortes franquistas, con la anuencia de las fuerzas políticas, incluidas las que todavía estaban en una clandestinidad tolerada. Sólo que quienes protagonizaron la Transición fueron el atormentado Torcuato Fernández Miranda -autor intelectual del «encaje de bolillos»- y Adolfo Suárez, ambos hombres del Régimen a los que recordábamos con el horripilante uniforme de Falange, de chaqueta blanca y camisa azul.

Cuando nombraron a Suárez presidente del Gobierno reconozco que, por primera vez en mi vida y por estrictas razones políticas, estuve toda una noche sin dormir: pensé que el Rey se había vuelto loco. Pasados los años, le conté a Adolfo Suárez, en una comida en Els Calderers, mi insomnio y se partía de risa a carcajadas batientes. El Rey no se había vuelto loco, sino que actuó muy inteligentemente como los hechos después demostraron: ni Fraga ni Areilza, Suárez.

Pero volvamos a Londres. Estábamos, mi mujer y yo, invitados a cenar en la embajada española y decidimos ir andando tranquilamente hasta Belgravia. Mientras deambulábamos por Oxford Street, apareció una enorme manifestación que, partiendo de su concentración en Hyde Park, se dirigía a Picadilly Circus. Los manifestantes huelguistas por no sé qué transitaban ordenadamente por las aceras, dando los gritos de rigor y exhibiendo las pancartas y enseñas también de rigor. Cuando llegaban a un semáforo en rojo, se paraban y esperaban al verde para continuar su marcha, flanqueados por bobbies, aunque no demasiados. Me impresionó la soberbia lección de civismo que, en definitiva, era un ejemplo de cómo se podía conjugar el derecho a la manifestación y a la huelga con los derechos y libertades de los que no eran ni manifestantes ni huelguistas. Al llegar a la embajada, le conté a Fraga la profunda impresión que me había producido. Y, con su peculiar estilo acelerado, me contestó.

«Mi querido amigo -me espetó Fraga- tu no sabes lo que hay detrás, lo que no se ve en esta manifestación. Si los manifestantes se hubieran salido de las aceras e invadido la calzada, hubieran aparecido como por ensalmo las fuerzas de orden público, ya pertrechadas con material antidisturbios, que, sin contemplaciones, hubieran devuelto a las aceras a la masa o, en su defecto, disuelto por las malas la manifestación. Aquí no hay derechos absolutos sino que todo derecho y libertad limita exactamente con el derecho y libertad de los demás. Esto es, entre otra cosas, la democracia», concluyó abruptamente Fraga.

En España tanto el derecho de huelga como el de manifestación están constitucionalizados, respectivamente, en los artículos 28.2 y 16.1 de la Constitución. Y para el derecho de huelga la Constitución remite a una futura y pertinente Ley de Huelga que regulará tan importante derecho. Han pasado 32 años y la ley anunciada por la Carta Magna no ha aparecido, ni siquiera en borrador o proyecto. Y así nos encontramos con que cuatro desarrapados o no desarrapados ocupan la ciudad, cierran a la libre circulación de las personas barrios enteros y ejercen una intolerable tiranía sobre los ciudadanos. Peor aún: el éxito de una huelga y de una manifestación se mide, en buena parte, por la capacidad demostrada para martirizar a los ciudadanos con la anuencia y protección de las fuerzas de orden público. Igualito que en Londres con la manifestación relatada.

Lo que ocurre con los controladores aéreos -y otros colectivos de parecida importancia- es todavía peor: un minoría de mil y pico de señores toman como rehenes a millones de ciudadanos, españoles y no españoles, los machacan en su derecho a viajar, atentan contra un sector estratégico de nuestra economía como es el turismo y se comprueba, una vez más, la impotencia del Estado para garantizar los derechos y libertades del resto de los ciudadanos. Con un agravante: en este, y otros casos parecidos, no hace falta la necesaria ley de huelga, sino la aplicación estricta de la Constitución que, como es sabido, es derecho positivo, es decir, invocable y aplicable directamente.

Con este populismo de vía estrecha que nos caracteriza centramos nuestras críticas en lo que ganan los controladores -la apelación a la envidia, típicamente española- que se defienden aludiendo al estrés y a la tensión que padecen. Ignoro si tienen o no tienen razón, pero la cuestión no es ésta. La cuestión es que un ínfima minoría tiene el poder -y lo ejerce- para meter en el puño a españoles y turistas, utilizados como rehenes para sus reivindicaciones o, dicho con otras palabras más directas: dan un patada a la Administración en el trasero de los ciudadanos. Y la cuestión es, sobre todo y por encima de todo, la incapacidad del Estado -con independencia de quién lo gestione- a la hora de cumplir con su deber y garantizar los derechos y libertades de la ciudadanía así como los altos intereses de nuestro sistema económico. ¿No hay colectivos cuyo derecho de huelga está prohibido? ¿Cómo es posible que esta limitación no se aplique al control aéreo? ¿Por qué, a estas alturas de la película, no se ha creado un cuerpo de controladores sometidos a las mismas limitaciones que tienen otros sectores de la Administración? Personalmente, soy contrario al intervencionismo del Estado, menos en tres o cuatro cosas importantes, y ésta es una de ellas. Por una razón obvia: porque los derechos y libertades del sistema liberal precisan, para su disfrute y ejercicio, de unas ciertas reglas de juego que las hagan posible.

El Mundo

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