08:29 (04-08-2010) | 31
Desde que el presidente Zapatero accedió a la Secretaría General del PSOE hace 10 años, se puso en marcha una estrategia dirigida a expulsar al Partido Popular de la vida democrática.
Podría pensarse que tras recuperar el poder en 2004 los socialistas se darían por satisfechos. Pero no ha sido así. Zapatero no se ha apartado un ápice de su estrategia. Todo vale para acusar al PP de ser una formación de “derecha extrema”, heredera del franquismo, nostálgica del nacionalcatolicismo, “antipatriota” cuando denuncia la gravísima situación económica de España e involucionista al propugnar la vuelta al centralismo.
Viene todo esto a cuenta de un artículo publicado hace unos días en El País, titulado “Apuntes sobre Cataluña y España”, que firmaron al alimón Carmen Chacón y Felipe González, donde a acusan al PP de fomentar el “griterío anticatalanista”, “atizar el enfrentamiento” y utilizar la Constitución como ariete contra todo aquel que comparte una visión “progresista” de la vida social y de la realidad española. A su juicio, el proceso autonómico ha tenido que avanzar venciendo la doble “resistencia” de “separatistas” y “centralistas”, entre los que se incluye al PP, que se niega a reconocer la diversidad de España.
Los autores del artículo rechazan el separatismo disgregador para situar en el otro extremo al Partido Popular, al que acusan de perturbar la convivencia democrática con su recurso contra el Estatuto de Cataluña, despreciando así la voluntad de la ciudadanía catalana.
El Tribunal Constitucional no se libra de la acerada crítica de la ministra de Defensa y del ex presidente del Gobierno. Reconocen, eso sí, que ha declarado la adecuación a la Constitución de la inmensa mayoría del articulado del Estatuto. Pero denuncian al Tribunal por el despropósito que supone haber definido a la ciudadanía catalana como “un subgénero de la ciudadanía española”, expresión que, por cierto, no utiliza la sentencia, que se limita a constatar que “la ciudadanía catalana no es sino una especie del género ciudadanía española”, lo que es incuestionable.
Pues bien, esta forma de discurrir de los dos ilustres articulistas es claramente contraria a la Constitución. Los constituyentes convinieron en que la mejor forma de garantizar que las leyes dictadas por el poder legislativo se adecuaran a la Constitución, como norma suprema del Estado, era permitir su sometimiento al arbitraje del Tribunal Constitucional. El PP ejerció, por tanto, un derecho plenamente democrático. Que su actuación no era temeraria lo prueba el hecho de que el Tribunal haya sentenciado que 12 artículos tienen tacha de inconstitucionalidad. Ha declarado además que otros 27 artículos son constitucionales siempre que su aplicación se realice conforme a los criterios interpretativos expresados en la sentencia. Por otra parte, si se lee con atención la sentencia se llega a la conclusión de que el Tribunal considera que muchos de los preceptos declarados son constitucionales porque no son incompatibles ni excluyen el ejercicio por el Estado de sus propias competencias.
El PP es un partido constitucionalista y, por tanto, autonomista. Ahora bien, defender que el Estado no abdique de aquellas competencias cuya finalidad es garantizar el respeto en toda España a los derechos y libertades de los ciudadanos y a su igualdad básica así como asegurar el cumplimiento de los grandes objetivos nacionales en materia económica y social, no implica añorar el centralismo sino cumplir la Constitución.
Mas en la hipótesis de que hubiera sido así, la concepción de España como nación de naciones tampoco gusta a los dirigentes socialistas y nacionalistas catalanes que no reconocen otra nación que la catalana. La prueba es que siempre hablan de Cataluña y España como si se tratara de dos realidades nacionales diferentes. El Estatuto pretendía convertir a España en un mero Estado plurinacional, es decir, en una especie de cooperativa de servicios comunes (como la defensa y el servicio exterior), desconociendo que sólo el pueblo español puede respaldar una reforma constitucional de tal magnitud. Los ciudadanos de Cataluña no pueden imponer desde su Estatuto al resto de los españoles su propia concepción del Estado.
Ni siquiera el presidente Zapatero parece compartir la idea de España como nación, concepto –según él– discutido y discutible. Desde que está en el poder la expresión “Gobierno de la nación” ha desaparecido de los textos legales para ser sustituida por la de “Gobierno de España” o “Gobierno del Estado”, hasta el punto de haber rebautizado numerosos organismos nacionales para calificarlos de “estatales”. Ahí está, por poner algún ejemplo, la conversión del Instituto Nacional de Meteorología en una Agencia Estatal de Meteorología o la transformación de la Alta Velocidad Española en el Tren de Alta Velocidad.
Qué lejos quedan las palabras de Jordi Pujol cuando reclamaba en el Congreso, en 1978, que el nuevo Estado constitucional fuera “equilibrado” y “fuerte”. O cuando, en 1981, afirmaba “la integración clara de esta realidad (catalana) en el conjunto de España”. Pero así son las cosas.
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