domingo, 18 de abril de 2010

Huele a venganza

Carlos Dávila
Garzón sólo es un ardid para que la derecha no llegue al poder.

Garzón sólo es un ardid para que la derecha no llegue al poder.

A lo peor, los promotores de esta guerra de las dos Españas que incluso otea Santiago Carrillo, no han caído en la cuenta exacta de cuál es el riesgo que todos corremos. Lo curioso es que estos gladiadores de la confrontación no son específicamente gentes rebotadas de la Dictadura que mandó en este país entre 1939 y 1976. No lo son. Son hijos de gente que vivió perfectamente acomodada en aquellos cuarenta años y, ahora, como si quisieran matar a sus padres por no sé qué complejo de culpa atrasada, se atropellan, vociferantes, en la resurrección de un odio que siempre en nuestra Nación ha sido históricamente una auténtica bomba de relojería.

Ejemplos tenemos a montones, pero con mencionar únicamente dos nos vale: primero, Fernández Bermejo, el ex ministro cazado in fraganti que más rencor acumula por centímetro cuadrado de su cuerpo; segundo, Carlos Jiménez Villarejo, hijo de larga familia que no fue precisamente en el franquismo perseguida por cualquier gobernador civil malagueño. Ambos representan hoy lo más fétido del afán de venganza, de la capacidad para enjaretar inquinas contra todo lo que no sea su ultraizquierdismo enrabietado que no aspira a convivir con los demás, sino a imponerles su ideología y, eso sí, caiga quien caiga, porque algo tienen muy claro: la gobernación de la derecha siempre debe ser una excepción, la izquierda es la única legitimada antropológicamente, incluso para administrar todos los países y desde luego España. En esta mínima relación falta Zapatero, el causante de este regreso al odio, pero con él tenemos agotados los adjetivos.

Derecha igual a franquismo

Ahora están en impartir un mensaje: la derecha actual es el franquismo, por tanto no cabe otro remedio que destruirla. Y, como de costumbre, utilizan algo más que un icono, manejan una coartada. En este caso les sirve Baltasar Garzón, un juez bamboleante, cuya primera intención ha sido toda la vida protagonizar la actualidad de la vida de España. Acosta de lo que sea, desde luego. Quien toca a Garzón, les toca a ellos.

A muchos de los que ahora, artistas comprados de la ceja incluidos, se han alistado en el ejército antiderecha, estuvimos hartos de oírles hace años criticas crueles contra Garzón, a cuenta, primero, de su persecución a los GAL; segundo, de su fichaje por el PSOE (Bono de anfitrión) en los mismos días en que investigaba la responsabilidad criminal de Felipe González; tercero, de su vuelta a la Audiencia Nacional, una vez que González le engañó y no le propulsó al biministerio (Interior y Justicia) que, encima, otorgó a su gran colega y enemigo, Juan Alberto Belloch.

Si escudriñamos las hemerotecas de entonces, quedamos espantados ante la serie de descalificaciones a Garzón: aprovechado, rencoroso, miserable, hasta “jeta” le llamaban conspicuos miembros de esta izquierda actual tan enragé. Algunos de ellos dejaron bien explícitos además sus vómitos raciales contra Garzón escritos en el periódico que también se distinguió por su ataque feroz contra el juez que había osado nada menos que poner en tela de juicio a Felipe González, el presidente socialista que nunca tuvo, según ellos, nada que ver con el GAL, con los “asesinatos de Estado” perpetrados por el “contraterrorismo gubernamental”.

Eran las palabras textuales, que significaban la enorme irritación con un juez, un magistrado, Baltasar Garzón, al que habían intentado literalmente comprar, y que luego les había salido rana sencillamente porque el precio de la compra, un ministerio, no se correspondía con la dádiva final: una amorfa secretaría de Estado contra la droga.

La cuenta pendiente

De forma que está demostrado que Garzón no es para estos dinamiteros más que un ardid, una pobre excusa. Pero es tanta la megalomanía (patológica, como todas las fobias y filias) que se ha enseñoreado de la personalidad feriante de Garzón, que éste, tontamente, se ha creído que es ahora mismo algo así como la encarnación mundial de la resistencia progresista a la ola conservadora universal que nos acecha. Un bobo. En el fondo, Garzón no es más que un títere de una repulsiva confabulación política que intenta desmontar toda la Transición que en España permitió la reconciliación general, para, a continuación, instalar una sociedad sometida en la que ya nunca sea posible que la derecha pueda siquiera acercarse al poder. Para este fin, puede usarse cualquiera de las martingalas posibles: desde el barrido directo del contrario, hasta su desactivación por la vía de la infamia, la persecución o, lo que es más evidente, la amenaza con el miedo distribuido a granel. Si algo ha vuelto en estos días a España es la horrible sensación de que el que difiere o se atreve a encarar al contrario, “lo tiene jodido”, porque “éstos no perdonan” y porque, en todo caso, “ojo, que toman nota”. Cualquiera diría que es la reposición repugnante de aquella especie maligna que nuestros padres nos relataron: “El oído del miliciano acecha”.

Y aquí no hay improvisación. El pobre Cuesta, un diputado asturiano al que repetidamente ha despreciado el PSOE, pero al que usa, como un clínex, cuando de perseguir curas de trata, no es el jefe, ni mucho menos, de esta orquestada operación. Nunca he creído, y creo que nunca voy a creer, en superestructuras que desde algún lugar del planeta organicen la vida de todos nosotros, pobres mortales. Por ahí no me van a coger. Tampoco pienso en estos momentos que posibles entidades discretas hayan decidido por nosotros qué va a ser de España.

Sí digo que la única idea que ha tenido Zapatero desde que, a su modo (a su modo) accedió al poder, es transformar España de arriba a abajo. Como está demostrado, el presidente del Gobierno es un personaje, según lo describe García Abad en El Maquiavelo de León, perfectamente esquizofrénico, que –como todos los de su especie, dice un psiquiatra– tiene fijaciones, revelaciones y, sobre todo, cuentas pendientes. ¿Cuál es la cuenta pendiente de este hombre? Vamos a ver: su referente es su abuelo paterno, un militar dicotómico, agente doble para entendernos, sobre el que ha construido su historia de enfrentamiento radical con el franquismo. Y, ¿cuál es su punto débil? Fácil, que su padre, el hijo del capitán Rodríguez Lozano, a pesar de ser hijo del supuesto adalid de la resistencia leonesa al levantamiento del 18 de julio de 1936, fue durante años, muchos años, el jefe de la Asesoría Jurídica del Ayuntamiento de León, ayuntamiento, no hay que decirlo, en el que nada se movía si no era con la aquiescencia de la superioridad franquista nacional.

Un monumental irresponsable

Es tanta la repugnancia que le ha supuesto a Zapatero esta doble condición familiar que se ha querido acreditar como primer continuador de las “virtudes” (palabra suya) de la II República Española, que fue derrocada en el 39. Todo lo que está sucediendo ahora se puede resumir en una sola frase: resurrección fratricida de las dos Españas que tan sanguinaria como estúpidamente se enfrentaron en el 36. Los perdedores, supuestamente Zapatero (o sea otra mentira) tienen el objetivo y la decisión de subvertir la historia, de convertirse en triunfadores y víctimas no sólo ya del régimen franquista sino, lo que es un auténtico disparate, de todo lo que ha venido después, después de casi 35 años, en los que, afortunadamente, todos habíamos enfundado nuestras inquinas. Los epígonos e imitadores de este monumental irresponsable, José Luis Rodríguez Zapatero, están en eso. Quieren derrotar al franquismo (Partido Popular según ellos) en el culo de nosotros, todos los españoles. Dicen los viejos que huele al 34; yo escribo otra cosa: huele a venganza y esto cada día me gusta menos. Cuando se acusa al Supremo de “torturador”, siempre hay alguien que se quiere cargar al torturador.

Via La Gaceta

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