jueves, 8 de abril de 2010

El juez que se apartó de la ley a sabiendas


EL AUTO del Tribunal Supremo que establece que Garzón ha de sentarse en el banquillo para ser juzgado por un delito de prevaricación, como consecuencia de sus diligencias sobre los crímenes del franquismo, desmonta uno a uno todos los argumentos esgrimidos en su defensa hasta ahora por el juez. Aunque el abogado de Garzón ha anunciado que recurrirá, es poco probable que prospere su iniciativa, tanto por el propio rigor y contundencia del escrito, como por el hecho de que la Sala de lo Penal del Supremo ha venido respaldando todas las decisiones del instructor de la causa, Luciano Varela.

Así las cosas, el siguiente paso en este proceso es que Garzón sea suspendido cautelarmente de sus funciones como juez, tal y como exige la ley. La decisión corresponde tomarla al Consejo General del Poder Judicial y debería ser inminente. Existe el precedente de Javier Gómez de Liaño, que fue apartado de la carrera en contra del criterio del Ministerio Fiscal y sin esperar siquiera a que se sustanciara su recurso ante el Supremo, con el argumento de que la prevaricación «es la conducta más grave que se puede imputar a un juez». Y con eso no queremos homologar ambos casos, pues de todos es sabido que Liaño fue víctima de la vendetta de un poder fáctico agraviado y arrogante.

En su escrito hecho público ayer, Varela disecciona la actuación de Garzón con precisión de cirujano para concluir que sus alegaciones «no debilitan la probabilidad de verdad del hecho imputado». Es más, le acusa de un tipo de prevaricación que podría suponerle una condena de hasta 20 años de suspensión.

Tumba además algunas de las pruebas solicitadas por Garzón en su intento por evitar el banquillo, como la comparecencia de un experto que podría demostrar «lo horrendo de los crímenes relativos al secuestro de niños» durante el franquismo o las declaraciones de juristas internacionales en defensa de la «perseguibilidad de los crímenes contra la Humanidad». Advierte el magistrado que ese tipo de diligencias «nada añadiría ni restaría a las razones de la imputación», dado que lo que ha de dilucidar ahora el tribunal no son los hechos del pasado, por execrables que fueran, ni cuestiones teóricas como la vigencia de la Ley de Amnistía, sino si el juez se ajustó a «la recta aplicación de la ley vigente» en el asunto objeto de denuncia. Tampoco acepta la tesis de que el proceso contra el juez está deslegitimado por el hecho de que Falange es uno de los denunciantes. Varela aclara que en nuestro ordenamiento no cabe constituir un «asimétrico y discriminatorio haz de derechos» en función «de la adscripción ideológica» de los ciudadanos «por muchos que fueren los que pusieren en ello su empeño».

Varela concluye que Garzón, «consciente de su falta de competencia», llevó a cabo una «artificiosa incoación» y una «artificiosa argumentación» para asumir el control de las localizaciones y exhumaciones de cadáveres de la represión del franquismo. Viene a dar así la razón a quienes creen que el juez estrella buscaba, ante todo, hacerse la foto ante la fosa de García Lorca. Para ello no le importó atribuir a personas fallecidas crímenes que habían prescrito, aun cuando tales delitos estaban amnistiados y carecía de competencia en esos asuntos.

Pero si el escollo de las desapariciones del franquismo parece ya insalvable para Garzón, aún le esperan otras dos causas: una por rechazar una querella contra el banco que financió la organización de sus actividades en Nueva York y otra por pinchar las comunicaciones de imputados del caso Gürtel con sus abogados mientras preparaban la defensa en prisión.

Si, como indica el Supremo, Garzón se ha apartado de la ley, deberá pagar por el peor delito que puede cometer un juez. Más aún, cuando esa desviación se produce en el ámbito de lo penal, «el que de forma más intensa incide en la libertad de los ciudadanos», como advierte Varela.

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