Se dice que un Estado “quiebra” por asimilación de lo que hacen las empresas privadas. Una empresa quiebra cuando es incapaz de hacer frente a sus obligaciones porque su patrimonio no es suficiente para financiar sus deudas. Cuando llega esa situación, la empresa presenta un concurso de acreedores, situación en la que el juez nombra un gestor que se encarga de liquidar el patrimonio de la empresa y pagar, con ese capital, a los acreedores. Con el Estado no se puede hacer eso. Los gestores llegan a esa posición por un proceso político y ningún tribunal, aunque fuese internacional, puede nombrar nuevos administradores para el Estado. No. El proceso que se sigue es distinto. Tampoco puede ponerse a liquidar todo su patrimonio, aunque desde luego esa es una buena vía para allegar fondos al tesoro: la privatización. Este camino tiene la ventaja de que la gestión privada es siempre mejor que la pública, lo cual mejoraría la productividad y competitividad del país.
Felipe II se vio en esa situación varias veces. Lo que hizo fue repudiar la deuda, es decir, negarse directamente a pagarla, con gran disgusto de los Fugger, entonces principales acreedores de España (y que dieron nombre a una madrileñísima calle: Fúcar). A corto plazo es la decisión más ventajosa, pero en un plazo sólo extremadamente breve, porque pronto se encuentra el Estado con que su liquidez internacional se seca por completo. Nadie presta a un mal pagador, y menos a un no-pagador. La situación va aún más allá, según recuerda Onésimo Álvarez-Moro en El Blog Salmón: “Tampoco podría exportar, ya que todas las cuentas estarían embargadas y los productos que saldrían se confiscarían rapidamente. No hay inmunidad diplomática para contratos comerciales”. Es dudoso que se llegase a los embargos, pero sí es cierto que costaría acceder a la financiación adecuada para la exportación. La vía de Felipe II, por tanto, no está abierta.
Otro camino, más razonable, pasa por sentarse con los principales acreedores y buscar el modo de cumplir con las obligaciones financieras del modo más completo posible. Este es el camino que ha seguido Dubai. En ocasiones a esta vía se le coloca el eufemismo de “reestructuración de la deuda”, que consiste en convertir la deuda a corto en deuda a medio o largo plazo. Los acreedores cobran, pero más tarde. En el caso de Grecia se ha propuesto eso, pero Barclays Capital cree que no sería una salida viable, ya que si bien salvaría la crisis de liquidez, agravaría la solvencia del país.
También pueden cobrar en el momento, pero con una “quita”, una parte a la que se renuncia con tal de salvar, al menos, la otra. Se reconocen unas pérdidas, pero se salvan los muebles. En el caso de Grecia ya se habla de una “quita” del 30 por ciento. Por eso los prestamistas se lo piensan dos y tres veces antes de colocar su dinero en bonos griegos, y por eso los bonos a dos años los tiene que pagar el país por encima del 18 por ciento.
Y aún hay una vía más: Si un Estado se ha comprometido a pagar la deuda en una determinada moneda (Gran Bretaña en libras, por ejemplo), simplemente devalúa su moneda, de modo que aunque nominalmente hace frente a sus obligaciones, en valor está pagando menos.
Pero hay que ir más allá. Las empresas cierran, pero los Estados (alguno dirá que desafortunadamente) no desaparecen, de modo que es necesario ir a la situación subyacente. ¿Cuáles son los elementos que debemos tener en cuenta?
Por un lado, las obligaciones del Estado. En primer lugar los gastos, que podemos dividir en dos apartados: los gastos “comprometidos” o “fijos”, que no son discreccionales, sino que forman parte de instituciones o políticas que permanecen en el tiempo. Principalmente, el gasto sanitario y el de pensiones, más algunas transferencias, como el pago del subsidio por desempleo. Si se está en una situación financiera comprometida hay que reformarlos. No se lograrán grandes ahorros a corto plazo, pero sí a más largo plazo. Luego está el gasto discreccional, es decir, el que depende de la dirección de la política año a año, principalmente inversiones y gasto social, parte del gasto corriente y demás. Es la mejor baza a corto plazo.
Por otro lado, el Estado tiene que atender a la deuda que haya acumulado. Esa deuda madura en ciertos plazos, y el Estado tiene que hacer frente a su pago. Los déficit públicos se financian principalmente con deuda, y hay que hacer frente a la misma, con sus intereses correspondientes.
Pero luego está el otro lado que hay que considerar, que son los ingresos. Habitualmente la deuda se compara con el PIB, porque éste es un indicador sencillo y que da una idea de la capacidad de pago de la deuda, pero en realidad es un indicador muy inseguro. Un Estado puede quebrar con un ratio de deuda por debajo del 50 por ciento, y el hecho de que Japón tenga una deuda que supera dos veces el PIB de un año no afecta a su crédito. Lo importante es la capacidad del Estado de recaudar.
Esa capacidad depende, a su vez, de la estructura de los impuestos, que puede ser más o menos efectiva y dañar más o menos la producción. Subir los impuestos no lleva de un modo automático al aumento de ingresos, porque los impuestos desalientan el trabajo, la producción, el ahorro, la inversión… todos los factores del crecimiento.
El crecimiento es, precisamente, la otra gran consideración que debe tener en cuenta la dirección de la política económica. Es más, de todos los elementos, el crecimiento es el principal. Standard & Poor’s ha rebajado la calificación de la deuda española precisamente porque recientemente el Fondo Monetario Internacional ha señalado que España no alcanzará el 2 por ciento hasta el año 2016. Para mejorar el crecimiento son necesarias las reformas estructurales: liberalización de los mercados, en particular del mercado laboral, mejora de la justicia, de la educación, del mercado financiero y demás.
¿Está siguiendo España ese camino? No. Por eso las consideraciones con que comienza este artículo serán cada vez más importantes para nuestro país.
Vía Factual
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