Joan Font Rosselló
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El marasmo del sistema educativo español no es ninguna casualidad. Desde el principio, los padres de la LOGSE sabían lo que hacían. Estaba claro que para ellos existían dos concepciones radicalmente distintas de la enseñanza. “Se puede intentar explicar la calidad en términos de producción o en términos de equidad. Desde la primera vertiente, el objetivo más importante consistirá en promover la excelencia. Desde la segunda, evitar la fractura social a cualquier precio” (Joan Mateu, Reflexions, Institut Catalunya Futur).
Se cambian los objetivos…
Los objetivos del nuevo sistema de enseñanza pasan a ser la “cohesión social, la realización personal, integrarse en el medio, la normalización lingüística, educación en valores”, objetivos que nada tienen que ver con la transmisión de conocimientos específicos y concretos, entendidos como valores en sí mismos y parte de una tradición viva que debe transmitirse como legado a las generaciones futuras.
Si no se transmiten conocimientos, ¿qué se enseña por tanto?
La nueva educación persigue desarrollar unas “destrezas” para desenvolverse en la vida. Los nuevos contenidos, en todo caso, deberían ser “funcionales” y estar “vinculados a problemáticas relevantes a nuestro mundo”. La enseñanza deja de ser transmisión para convertirse en incitador de procedimientos, competencias, actitudes o “destrezas”.
Cuando menos, resulta extraña esta concesión al pragmatismo y al utilitarismo que curiosamente tanto critican después refiriéndose al sistema capitalista. Además rompe con la tradición occidental de cultivar el conocimiento por el conocimiento, o lo bello al margen de su utilidad.
Al mismo tiempo se impulsa una vaporosa “educación en valores”, una forma solapada de adoctrinamiento político para formar al buen ciudadano del siglo XXI.
¿Con qué metodología?
Todo este psicologismo vacuo demanda una nueva metodología: el comprensivismo. La filosofía comprensiva parte de cuatro presupuestos. Primero, rechazo del conocimiento conceptual y memorístico: los niños deben aprender jugando, haciendo o manipulando. Segundo, la enseñanza se basa en la indagación práctica y experimental, olvidando lo más abstracto y universal. Tercero, la escuela se concibe como un instrumento de ingeniería social, agravado en aquellas comunidades con lenguas “propias”, como las Baleares donde yo vivo, donde se convierte también en una herramienta para la normalización lingüística. Y cuarto, se prohíbe la segregación en itinerarios con arreglo a los intereses y a la libertad de cada alumno: se liquida la formación profesional antes de los dieciséis, se reduce a dos años un bachillerato que era de cuatro y se unifica para todos los alumnos la etapa escolar obligatoria.
El papel del profesor
Por supuesto, el papel del profesor sufre un cambio radical. Los nuevos gurús, los psicopedagogos, abogan por que cada alumno se construya su propio conocimiento (constructivismo). Como si los alumnos tuvieran que redescubrir por sí solos los teoremas que ha costado siglos descubrir. Esto tiene un doble efecto. El ambiente en las aulas se enrarece, las clases transcurren en medio del ruido, el desorden y la anarquía. Es como si la atmósfera laxa que en otro tiempo los de mi edad asociábamos a las asignaturas “marías” como dibujo, pretecnología, educación física o trabajos manuales se extendiera a todas las asignaturas. El segundo efecto es que el maestro ha dejado de ser la locomotora que, con sistematicidad y disciplina, saca al alumno de su ignorancia para esperar, ingenuamente, que el conocimiento en el niño brote por sí mismo. Las consecuencias las conocen bien los profesores de secundaria. La mayoría de los alumnos que les llegan de primaria tienen dificultades para concentrarse, para leer y escribir, para entender lo que se les está diciendo al no haberse habituado a escuchar, para estarse quietos, con una capacidad de pensar y resolver problemas muy deficiente. El resultado es que se han convertido en unos expertos en pasar el tiempo sin hacer nada. Este es el estado general cuando terminan primaria, lo que me lleva a pensar que el meollo de la cuestión está en primaria.
La relación entre docentes y alumnos deja de ser en muchos casos una relación jerárquica, marcada por el respeto a la autoridad, para convertirse en una relación entre colegas, donde lo fundamental ya no era el proceso educativo, sino, simplemente, llevarse bien. O, si se prefiere, el buen rollo.
¿Cómo se evalúa?
Según Joan Mateu, este defensor de la filosofía logsiana, el fracaso escolar no consistiría tanto en suspender materias, sino en “no encontrar el camino del desarrollo personal puesto que el primer objetivo de la educación es la realización personal de cada persona e integrarse en el medio” (Mateu). En otras palabras, no se evalúa, o lo que es lo mismo, se exige según las capacidades de cada alumno, lo cual impide que saque lo mejor de sí mismo. Esta idea, la de no traumatizar (no hacer sentir mal) al mal estudiante, subyace en medidas tan polémicas como la promoción automática, pasar curso con varias asignaturas suspendidas, eliminar los exámenes de septiembre…
Otra novedad es la Educación en valores.
Se trata de sustituir un sistema de enseñanza basado en la transmisión de conocimientos y una tradición cultural por un sistema que pretende, secundando a los totalitarismos, moldear las conciencias de los futuros ciudadanos. La cultura de verdad ha sido sustituida por la verdad de la doctrina. La llamada “educación en valores” resulta en una especie de aptitud transversal que afecta a todas asignaturas. El resultado ha sido que en España ni se transmite cultura ni tampoco valores.
Porque es de cajón. ¿De verdad alguien cree que los jóvenes de hoy tienen más valores que los de antes? El gran error reside en creer que los valores se aprenden con peroratas y soflamas sobre principios morales y políticos cuando en realidad sólo se aprenden y asimilan de una forma: con el ejemplo. ¿Cómo se le va a enseñar a un estudiante que la Constitución es un instrumento para la convivencia de todos los españoles o que hay que respetar las leyes cuando se ha criado y ha crecido en la violación impune del Reglamento de su centro? ¿De qué sirve insistir en el valor de la justicia cuando los alumnos han visto que daba igual si estudiaban o no, cuando han visto cómo los tramposos y los violentos se adueñaban de la clase o cómo los peores acosaban a los más estudiosos y aplicados? ¿De qué sirve inculcarles la responsabilidad cuando se puede pasar de curso con cuatro suspensos? ¿De qué sirve enseñar qué es la democracia cuando una minoría de gamberros se impone a la mayoría de estudiantes que sí tienen ganas de aprender?
Lo que educa es el ejemplo, la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Cuando se dejan impunes los desplantes a los profesores, las actitudes desafiantes, el destrozo de las instalaciones, las amenazas a los compañeros, ¿qué valores pueden aprenderse?
Como dice Javier Orrico, uno de los intelectuales que con mayor lucidez ha abordado el marasmo educativo español, “sin enseñanza tampoco se educa”. Tiene razón. Los valores no se adquieren escarmentando en cabeza ajena con peroratas sobre valores morales, sino en cabeza propia viviendo en un medio donde estos valores están presentes y donde nuestras acciones tienen consecuencias. Como apunta Orrico, nosotros adquiríamos valores “estudiando, atendiendo a los profesores, suspendiendo, copiando frases, quedándonos sin vacaciones en verano, asumiendo correcciones y castigos, aprendiendo a distinguir el bien y el mal, fortaleciéndonos en las derrotas, incorporando la idea de que el trabajo nos conduce al éxito y el incumplimiento y la marrullería al fracaso y al rechazo de los demás”. Los verdaderos valores se aprenden así, no a través de la educación en valores o Educación para la Ciudadanía.Los valores no se aprenden inyectándolos en vena a través de discursos políticos sino por ósmosis. No se predican, se practican. No se adquieren colocándolos como el objetivo central de la enseñanza sino que se adquieren indirectamente como consecuencias derivadas de un sistema que prima el trabajo, el mérito, el rigor y el esfuerzo. “El objetivo tiene que ser volver a enseñar contenidos, la educación en valores sólo puede ser su efecto” (Orrico). Nunca aprender ha sido fácil, supone siempre un esfuerzo. Esforzarse en un clima donde se exige, donde se confía en la capacidad de trabajo del alumno, donde se confía en su inteligencia, donde se reconoce la excelencia enseñando contenidos, es lo que termina educando en verdaderos valores. Todo lo demás es adoctrinamiento que deriva en el clásico sectarismo partidista, la hipocresía y la doble moral.
El resultado al que nos ha llevado la ficción igualitaria, esta falsa igualdad de oportunidades cuando en realidad se persigue que nadie destaque, es decir, una igualdad de resultados, ha sido erradicar la competencia de las aulas: porque la competencia, tan presente en la vida real, produce diferencias. Por eso ha suprimido la autoridad: porque la autoridad, llevada al extremo, puede derivar en autoritarismo. Por eso ha renunciado a la excelencia; porque la excelencia, es decir, el reconocimiento de que no todos los seres humanos poseen las mismas capacidades o están igual de dispuestos a desarrollarlas, genera desigualdades.
Estas son las consecuencias lógicas de un sistema educativo que, como decía nuestro ilustre adalid de la LOGSE al que al principio me refería, se propuso desde el principio erradicar la excelencia y convertir la equidad en dogma. ¿A alguien le extrañan los resultados?
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