EL año 2009 concluye poniendo a España ante un futuro inmediato lleno de incertidumbres e inseguridades. La realidad no justifica ningún otro pronóstico. Baste comprobar que la salida de la crisis económica en España se confía a la recuperación de los principales países europeos, más que a nuestras propias capacidades, limitadas por el Gobierno a subvencionar sin límite el fracaso de su política con un gasto público que hace imposible la regeneración de la economía productiva. A pesar de todo, y aunque habrá que aceptar que lo que el Gobierno llama recuperación consiste, sencillamente, en no caer más, el verdadero problema de España es que se encuentra en un estado de decadencia que nos impedirá recuperar las ambiciones y los protagonismos que se han ido alcanzando en estas últimas décadas, hasta la llegada del PSOE al poder en 2004. Desde entonces, el Gobierno de Rodríguez Zapatero ha manejado los intereses nacionales con escaso rigor político y nula profesionalidad en la gestión, tomando decisiones -inmigración, política exterior, autonomías, economía- que ahora nos retratan como el nuevo «enfermo de Europa». Zapatero puede negarlo una y otra vez con ejercicios de «optimismo antropológico» como los que ayer demostró de nuevo al hacer balance de un año demoledor para España. Pero el optimismo no resuelve por sí mismo los conflictos. De hecho, este deterioro sólo ha sido un reactivo para que den la cara las carencias acumuladas en nuestro sistema político y social. El modelo educativo falla en sus aspectos esenciales de formación, profesorado y homogeneidad. La Justicia se resiente de los efectos de la crisis, pero su situación interna de politización y penuria de medios venía de antes. La organización autonómica del Estado está infiltrada por el soberanismo separatista, que ha sabido aprovechar la renuncia de la izquierda española a mantener su compromiso nacional. La Constitución atraviesa su peor momento gracias a unos pactos estatutarios desleales con la nación española. La política exterior nos ha situado en terreno de nadie mientras otros salen de sus crisis, mantienen sus liderazgos y recogen frutos de su coherencia como aliados. El «efecto Obama» fue un espejismo para el Gobierno, y el Parlamento se ha convertido en un mercado de apoyos que el Ejecutivo paga a las minorías a precio de oro. Y desde 2004, no ha vuelto a haber un pacto de Estado entre Gobierno y el PP. Esa es la realidad -y su percepción por cada vez más ciudadanos, según las encuestas-, y no la que Zapatero se empecina en dibujar.
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