«SIEMPRE tendremos París», decía Humphrey Bogart a Ingrid Bergman al despedirse en «Casablanca». Los españoles siempre tendremos a Rafa Nadal para sacarnos de aflicciones y melancolías. Justo cuando nos llueven malas noticias por todas partes, cuando nuestro crédito en el exterior anda por los suelos, cuando el Gobierno no sabe qué hacer y la ciudadanía no sabe hacía dónde mirar, Nadal nos regala uno de los más prestigiosos torneos y, de propina, su vuelta al número uno del tenis mundial. Además, ¡cómo lo ha ganado! Sin perder un set, dejando en la cuneta a las primeras raquetas mundiales e imponiéndose con rotundidad en la final a un rival dificilísimo, en el que muchos veían el futuro rey de ese deporte. Es decir, no sólo venciendo, sino también convenciendo.
Aunque lo más notable de esta saga es que Rafa lo ha hecho con sus armas preferidas, la constancia y el esfuerzo, la humildad y la dedicación, el empeño y la firmeza, frente a jugadores que le superaban en envergadura física, en potencia de disparo, incluso en facultades para ese deporte. Pero él puso ese extra de voluntad y perseverancia que distingue a los verdaderos campeones en todas las empresas humanas, que les permite superar todo tipo de obstáculos e imponerse a toda suerte de rivales.
Personalmente, creo que esta victoria de Nadal es la más valiosa de cuantas lleva acumuladas en su ya larga, pese a su juventud, carrera deportiva. Y es la más valiosa porque llega tras un año en el que las lesiones le han tenido martirizado y apartado de los máximos galardones en los principales torneos. Otro lo hubiese dejado, visto que tenía trofeos de sobra. Pero él no se rindió. Al revés, lo tomó como un desafío y, dando pruebas de una entereza mental aún más notable que la física, fue recuperando fuerzas y posiciones hasta volver a ocupar el trono que había perdido. Eso es más difícil e importante que conquistarlo por primera vez, ya que luchaba con toda una nueva hornada de tenistas, más agresivos y preparados, al mismo tiempo que contra su cuerpo, castigado por las lesiones, que pueden resurgir en cualquier momento.
Las lágrimas que derramó una vez pasada la prueba definitiva demostraron, junto a todo lo dicho, su humanidad. Tras ese maestro de la pelota y de la raqueta, hay un joven que se emociona al haber logrado uno de sus sueños más acariciados y demostrado a sí mismo que era capaz de conseguirlo.
Pocas cosas me gustarían más que la juventud española tomara a Rafael Nadal como modelo, que procurase imitarle en su sencillez y perseverancia, en su rigor y empeño, en su modestia y cortesía. De haber muchos como él, no estaríamos en el pozo que nos encontramos. Y en cualquier caso, siempre nos quedará Nadal.
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