Esta historia podría empezar como una novela de cualquier imitador de Gabriel García Márquez: “Manuel Zelaya se cala su sombrero ranchero Stetson de patrón bananero cada vez que trata de entrar en Honduras. Le ordena al cielo que envíe un tornado para recibirlo como presidente. Su caimán predilecto, Hugo, esperaba comer carne humana en Tegucigalpa”.
Vuelve a gobernar Latinoamérica la casta de los presidentes democráticos transmutados en dictadores vitalicios, unas veces de izquierdas, otras de derechas, grandotes, ostentosos, amantes de cananas y revólveres, como los del realismo mágico iniciado por Valle-Inclán en 1926 con su Tirano Banderas.
También recuerdan al general mexicano que le quitó la Niña Chole al Marqués de Bradomín, por su “derecho de padre y de amante”. Igual que Daniel Ortega, acusado de pederastia por su hijastra, traicionada por la insaciable ambición de la Doña, su madre.
Vemos a Morales disfrazado de indio precolombino inventando ritos chuscos ahíto de coca, a Rafael Correa, presidente ecuatoriano con dinero de los narcoterroristas de las FARC, al inconmensurable charlatán tragicómico Hugo Chávez y a sus maestros, los autócratas Castro, anticipados también por Valle-Inclán..
Son revolucionarios imitadores de Pancho Villa, llaman a insurrecciones, pueblan el mundo de badulaques y en poco tiempo dejan sin hierba durante décadas los países que hollaron, como el Othar de Atila.
Son atrabiliarios, campanean discursos inacabables sobre flores, amores, amenazas de muerte a quien se les opone, cantan boleros, y rancheras fantoches como Jorge Negrete, y cultivan grandes mostachos de matones de pulquería y desmesurada peligrosidad en la beodez.
Zelaya, hacendado y cacique populista, golpista derrocado por un contragolpe, quiere reconquistar Honduras con su Stetson de casi dos galones, y quizás algún día otro Vargas Llosa describa las terribles consecuencias dejadas por la fiesta de este Chivo.
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