viernes, 14 de enero de 2011

El sucedáneo de la religión y sus mandamientos ¿democráticos?

PENSAMIENTO

Por Teresa Gutiérrez de Cabiedes

El cristianismo está pasado de moda. La Verdad promulgada por Cristo no cabe en una sociedad con mecanismos democráticos. La única instancia de autoridad moral es la legislación promulgada por un parlamento. La Iglesia debe renunciar a sus intentos de adoctrinamiento social y recluirse en las sacristías. Por extensión, el cristiano que en el siglo XXI siga empeñado en confesar su fe no debería manifestarla más allá del zaguán de su casa.
Ejercer un cargo político y ser al mismo tiempo coherente con un credo son realidades incompatibles. No se debe contradecir al poder: la única religión posible es la obediencia al omnipotente Estado. Todo aquel que piense por libre, que busque seguir la luz de su conciencia, debe ser condenado al desprecio, por apestado social e intolerante. Esta lista de tópicos que encadenan el juicio crítico de nuestra sociedad podría enriquecerse con más matices, pero sirve como diagnóstico del panorama intelectual en el que vivimos.
¿Puede el hombre moderno recuperar su derecho a pensar y su deber de hacerlo? ¿De dónde arranca la uniformidad cultural en la que la libertad de usar la razón es considerada disidencia social? ¿Puede volver a articularse una sana convivencia entre las revelaciones divinas y la capacidad de juicio de los hombres? ¿Existe una carta de ciudadanía para los hombres de bien que siguen siendo fieles a su fe en Dios? ¿Cómo debe reaccionar la Iglesia multisecular ante estos grandes retos actuales? Estos interrogantes y otras cuestiones de hondo calado son abordadas en el último libro de Alfonso García Nuño, Religión en una democracia frustrada. El autor, jurista y teólogo, ha hecho una cuidada recopilación de artículos que previamente había publicado en el desaparecido suplemento "Iglesia" de esta casa.
García Nuño califica como "pensamiento incidental" su propia producción. Quizás ese sea uno de los grandes logros de la hondura razonadora que alcanza: el haber sabido partir de los incidentes de la vida diaria para después iluminarlos con una luz que rebasa lo inmediato y hunde sus raíces en una rica tradición filosófica y teológica.
En el momento histórico en el que gozamos de un mayor acceso a cualquier tipo de información, se ha hecho tarea indispensable recuperar la capacidad de juicio. Cada vez más se extiende, como una inmensa mancha de aceite, un pensamiento único hijo de la moda reinante o fruto de elaborados planes ideológicos al servicio de intereses políticos o económicos. Necesitamos volver a degustar nuestra capacidad de análisis, nuestra posibilidad de diseccionar la realidad que nos rodea y de decidir qué destino queremos seguir en nuestra vida. Pero esta tarea no en sencilla, en un ambiente cultural en el que impera el relativismo y, con él, la consideración de que cualquier idea tiene el mismo valor, independientemente de su contenido. ¿Cómo invertir esa tendencia a narcotizar el pensamiento libre? ¿Cómo no desistir del derecho a ser librepensadores?
Este libro va poniendo el dedo en la llaga de las grandes cuestiones irresueltas de nuestra sociedad. Consideremos, por ejemplo, una realidad con la que convivimos habitualmente: la filosofía moderna, que promulgó la muerte de Dios y con él de cualquier absoluto, pensó que el hombre quedaría así completamente liberado. Las consecuencias, sin embargo, han sido otras: proliferan los absolutos que van esclavizándonos con o sin nuestro consentimiento. Quizás el máximo exponente de esta situación sea la consolidación irremediable de un Estado omnipresente y omnipotente, que rige la vida de los individuos hasta invadir el fuero más íntimo de su conciencia. La paternidad de un Dios creador ha sido sustituida por un papá Estado que sabe lo que conviene y lo impone, con todo el peso de la ley. En ese sentido, no cabría en el marco democrático una religión que aspire a conocer y a promulgar la Verdad. Porque si la Verdad ha muerto, si no existe, sólo quedan las opiniones individuales y, como consecuencia, vencerá quien logre imponer su opinión a los demás. La atomización social que se deriva de estos planteamientos es evidente: cuando no se reconoce la posibilidad de unos derechos naturales al hombre, es imposible una búsqueda conjunta del bien común y reinan las filias y las fobias de cada individuo.
Probablemente uno de los puntos neurálgicos que da unidad a este mosaico de artículos es una idea lúcida: la premisa de que el cristianismo no está desgajado de lo humano, es decir, la posibilidad de que Dios no sea enemigo del hombre sino luz para su humanidad. La recuperación de un sentido trascendente obliga al ser humano a salir de sus pequeñas mezquindades y a construir su vida y la historia con la mirada puesta en lo mejor. De hecho, el motor del conocimiento (ya lo descubrió la sabiduría griega) es el diálogo: pero éste sólo es posible cuando uno está dispuesto a renunciar a sus planteamientos, honradamente, si descubre otras ideas mejores, más acordes con la condición del hombre o con el bien de la sociedad en la que vive. En este libro queda patente que el primer diálogo necesario es el de uno consigo mismo: el autor nos va mostrando su propio itinerario intelectual, en el que se aprecia un contraste continuo de opiniones y de interpretación de datos, así como un fecundo coloquio con la preciosa tradición de nuestro pensamiento cultural. Tal ejercicio nos provoca irremediablemente a recuperar el mítico deseo: sapere aude!
Frente al pensamiento mascado, García Nuño nos lanza el desafío a la razón y toma como maestro de lujo a Pero Grullo. Resulta extremadamente atinado este primer escalón: la reivindicación indispensable del sentido común, para vadear las bagatelas ideológicas y enfrentarse sin tantos tópicos a nuestra realidad personal y social. A este logro se une una fina ironía, tan necesaria para un distanciamiento prudente de la actualidad más inmediata. Así mismo, late un denodado esfuerzo por desenmascarar el carnaval de palabras en el que vive nuestra sociedad. De hecho, la manipulación lingüística puede considerarse uno de los instrumentos más eficaces de confusión intelectual, para un hombre masa que, como denuncia el autor, "ha delegado el ejercicio de su conciencia". Por último, García Nuño ha acertado a brindar multitud de ejemplos de vidas concretas: algunas de relevancia pública pero también de personas anónimas. La mayor sacudida para sacarnos de la mediocridad reinante es, posiblemente, el ansia de imitar vidas heroicas y de evitar biografías estériles.

(LD)

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