por Guillermo Moreno
Cada vez hay más. Con sus rastas interminables que no conocen un suavizante para el pelo, con sus puñeteros bongos dando la matraca todo el santo día y con un morro absoluto en su comportamiento. Viven, salvo excepciones, del cuento. Se tiran en el suelo con su alcohol barato siempre al alcance, ponen una gorrilla y esperan a que caigan tres o cuatro monedas para volver a ir a la bodega a reponer el tintorro de granel. Te abordan para pedirte un cigarro y si les dices "que va, no fumo", te hacen la gracia y te dicen: "que va, pues dame para un kebah" y se destornillan ellos mismos, en medio de su patético etilismo, de su ocurrencia. Son los perroflautas que vemos en cualquier rincón de España, aunque donde más abundan es el el sur, especialmente en las maravillosas playas gaditanas, donde se hacinan cada verano para pasar allí el rato. Paz, amor, alcohol, drogas y mucho rostro: esa es su filosofía.
Las excepciones son lo que se buscan la vida con sus pulseras, sus collares y sus pendientes. Estos son dignos artesanos que tienen una filosofía de vida migratoria y que van de playa en playa con su maleta llena de colgantes. Se ganan religiosamente el sustento con sus abalorios y demás artilugios. Muchos, como he podido comprobar estas vacaciones , viven muy holgadamente y sacan durante el verano lo suficiente para tirar cinco o seis meses sin problemas. Tampoco quieren lujos y no se complican la vida. Estos, no los otros, si que son los hippies del siglo XXI.
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