domingo, 1 de agosto de 2010

Cuando ERC iba a los toros













JOSEP GUIXÁ / Barcelona

La Fiesta nacional ya fue un instrumento político en la II República y la Guerra Civil

A pesar del modesto cartel de novilleros, el primer festejo celebrado en la Monumental desde la proclamación de la II República, constituyó un improvisado acto político. A instancias de un sector del público, las cuadrillas interrumpieron el paseíllo y escucharon con respeto como la banda de la Cruz Roja atacaba los compases de La Marsellesa.Iguales aplausos se repitieron durante la lidia del tercer novillo,al aparecer en un palco el gobernador civil, señor Companys, a quien Maravilla brindó la muerte de dicho astado y Morales la del cuarto»,
anotaría el reputado crítico Don Ventura. Aunque el gobernador abandonó el palco «acompañado de su familia» a la muerte del quinto novillo -nadie supo si por aburrimiento o porque tenía prisa-, no era una sorpresa que las nuevas autoridades se diesen un baño de popularidad en el coso de la Gran Vía y desoyeran las versiones que asociaban toros con Monarquía.

Lluís Companys, abogado de sindicalistas que consideró fundamental atraer el voto de los sectores obreros, no ignoraba que la famosa quema de conventos de 1835 tuvo como detonante una mansa corrida en la plaza de la Barceloneta o que, durante la Semana Trágica de 1909, los huelguistas llenaron la plaza mientras la ciudad ardía. En 1913, un crítico local saludó con entusiasmo el debut de Belmonte y lamentó que una muchedumbre «formada en su mayoría por gentes enemigas del impuesto del inquilinato y hasta del inquilinato con y sin impuesto, condujo a Belmonte en hombros desde la plaza a la fonda París (...)
Esto podrá estar muy bien en Miguelturra o en Socuéllamos, pero no en una gran capital como la nuestra».

Desde el famoso mítin abolicionista de 1902, presidido por el doctor Robert, creció la oposición a las corridas entre las elites catalanas.
Al principio se trataba de una postura extravagante, ligada a las campañas antiflamenquistas de los librepensadores, pero cuando el reformismo social fue asumido por el retrógrado catalanismo -que tenía entre sus padres fundadores a un Valentí Almirall que iba con agrado a los toros-, la nueva generación noucentista se propuso erradicar aquel espectáculo que, al margen de su «españolismo», evidenciaba la dificultad de «civilizar» a las masas populares. De este modo incluso La Vanguardia, cuyo director Miquel dels Sants Oliver sostenía en 1904 en el Diario de Barcelona que «toda la vida española se ha teñido con reflejos de sangre y se ha perfumado con olores de matadero», dejó de reseñar corridas.

Pero el antitaurinismo intelectual no se traduciría en medidas políticas hasta mucho después. En parte porque a la Lliga de Cambó le favorecía que el lerrouxismo mantuviera a las masas obreras alejadas de la política pero, también, porque el toreo vivió una nueva edad de oro que obligó a inaugurar la Monumental en 1916. En 1928, los exiliados aglutinados en torno a Macià redactaron la Constitució de La Habana que abogaba por la supresión de los toros y el boxeo «en el término de dos años, una vez alcanzada la independencia». ¿Les suena de algo? Poco después Cataluña llegó a tener tres boxeadores campeones de Europa y el posibilista partido de Macià no dudó en convertir al gran Gironés, nacido en el barrio de Gracia, en una especie de símbolo de la raza catalana.

Los políticos de Esquerra sabían que ir a los toros les daría algunos votos pero, entre el catalanismo más elitista e intelectual, las corridas seguían bajo sospecha. En mayo de 1933, tras un triunfo de Carnicerito de México, un diestro de valor algo aparatoso que participó en las famosas novilladas de 1930 que catapultaron a Ortega, un grupo de incondicionales le pasearon a hombros desde la Monumental hasta su hotel al lado de la Rambla. La escena escandalizó al escritor Josep María de Sagarra, aficionado a los toros y vinculado a Acció Catalana que escribió: «Permitirán que les diga que es intolerable que la mentalidad lerrouxista de cloaca y patíbulo utilice nuestra Rambla para un espectáculo de este tipo». Tras unas semanas se publicó el
ensayo Una política catalanista del poeta noucentista Jaume Bofill i Mates, más conocido por Guerau de Liost, quien acusaba al Estado español de fomentar una «separación moral» con los catalanes al elevar «las corridas de toros a la categoría de Fiesta nacional».

La actitud de las nuevas autoridades españolas no difería de la del catalanismo republicano. Aunque en la clase política había aficionados de nuevo cuño como Indalecio Prieto o líderes populistas que gustaban darse el baño de multitudes, como Niceto Alcalá-Zamora o Alejandro
Lerroux, Hemingway advirtió que «se lleva a cabo una gran campaña contra las corridas en ciertos periódicos subvencionados por el Gobierno», pero no creía «que el Gobierno pudiera abolir las corridas, aunque fuera lo suficientemente fuerte».

Si los republicanos catalanistas intentaban distanciarse de España con el antitaurinismo, sus colegas españoles hacían lo propio para aproximarse a Europa. El único reportaje que el semanario más afín al partido gobernante, La Rambla, dedicó a los toros, tuvo como argumento
el polémico sobre a los críticos taurinos. El motivo fue que el político del partido radical César Jalón (que firmaba Clarito sus crónicas taurinas en El Liberal) sonaba como presidente de la
Generalitat suspendida a raíz de la revuelta catalanista de octubre del 34. Por supuesto, cuando Companys recuperó el poder en 1936, tuvo su momento de gloria en el palco regio de la Maestranza, en compañía del presidente Diego Martínez Barrio. La Guerra Civil estaba próxima y los toros jugarían un importante papel propagandístico. Comenzada la contienda, se celebró una corrida mixta a beneficio del Comité de Milicias Antifascistas (18 de agosto) que resultó todo un éxito. El jefe de la columna Durruti, Ricardo Sanz, se dirigió al público para agradecer el dinero recaudado, pero a los pocos días el anarquista se despachó contra los toros en las páginas de Solidaridad Obrera: «Las corridas de toros han de ser abolidas cuando así lo exija la conciencia del pueblo», escribió.

Según relatan las crónicas, el público vibró con los himnos patrióticos y con el fino toreo de Aurelio Puchol, Morenito de Valencia III, una especie de fetiche para el empresario Balañá en la
posguerra, ya que vivía en la calle Manso y le sirvió a menudo para recomponer carteles que quedaban incompletos por bajas de última hora. Murió de una cornada en Guayaquil.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Lo de siempre, los polítios son unos inmorales y los catalanistas por partida doble.