JUAN MANUEL DE PRADA
DECÍA Santo Tomás que el gobierno de las naciones debe confiarse a quienes exceden en virtud e inteligencia al común de los mortales. Encumbrar lo que es de naturaleza inferior es siempre una monstruosidad; pero vivimos en una época tan dejada de la mano de Dios que hemos llegado a confundir la democracia con un sistema de gobierno donde pueden llegar a gobernar quienes no son ni virtuosos ni inteligentes. El gran Castellani establecía una clasificación de los tontos en cinco grupos, atendiendo al grado de conciencia que tenían sobre su cortedad de ingenio, que eran los siguientes: 1) Tonto a secas; esto es, ignorante. 2) Simple; esto es, tonto que se sabe tonto. 3) Necio; esto es, tonto que no se sabe tonto. 4) Fatuo; esto es, tonto que no se sabe tonto y además quiere hacerse el listo. Y 5) Insensato; esto es, tonto que no se sabe tonto y encima quiere gobernar (o hacer que gobierna) a otros. Y concluía que esta última categoría de tonto era la verdaderamente peligrosa y siniestra, más peligrosa aún -añadimos nosotros- que la categoría de los malvados; pues el malvado obra mal a sabiendas, con premeditación y alevosía, a diferencia del insensato, que obra mal pensando que obra bien. Además, el malvado, cuando llega a gobernar, lo hace ocultando a quienes lo han encumbrado sus verdaderas intenciones, de tal modo que, una vez descubiertas, puede ser depuesto. Pero al insensato lo encumbran los ignorantes, a quienes conduce fatalmente a su perdición, sin que éstos reaccionen.
Pero puede también ocurrir -el diablo nunca descansa- que los insensatos, una vez entronizados, se tornen malvados; y aquí llegamos al grado de corrupción máxima de un gobierno. Ángel Expósito, que es menos dado que yo a las lucubraciones tomistas, encarnaba en su artículo de ayer esta síntesis de insensatez y maldad en el presidente Zapatero, cuando lo caracterizaba como un gobernante que, en lugar de regir su acción por la búsqueda del bien común, se guía siempre por un interés político, que es signo distintivo de insensatez; y le faltó añadir que esa búsqueda de interés político la logra encizañando a los españoles, convencido de que su fortaleza como gobernante exige una fractura social, un estado de demogresca constante que mantenga enardecidos a sus votantes. Algunos ilusos creen que el huracán de la crisis económica, que amenaza con arramblarlo todo, lo hará desistir de su estrategia encizañadora; pero se equivocan de medio a medio, porque a estas alturas Zapatero ya no puede aparecer como un gobernante que anhela el bien común (tal pose resultaría poco creíble, amén de irrisoria), sino que necesita más que nunca exacerbar las pasiones políticas, que tal vez no sirvan para llenar los estómagos, pero en cambio distraen mucho el hambre y, sobre todo, permiten disfrazar las causas del hambre, y aun identificar erróneamente a los causantes.
Que Zapatero se está preparando para una nueva etapa en la que intensificará sus mensajes encizañadores lo demuestra la elección como ministro de Pepiño Blanco, quien -digámoslo piadosamente- aparte de no exceder al común de los mortales en virtud e inteligencia, se caracteriza sobre todo por una vocación irrefrenablemente cainita que asoma en cuanto abre la boca, no importa que se refiera a nimiedades (cuando afirma que «le tengo un asco al Real Madrid que no lo puedo ni ver») o a asuntos graves (cuando arremete contra «la hipocresía de aquellos que por la puerta de atrás abortan y luego van en la cabecera de las manifestaciones»). Nombrar ministro a una persona huérfana de méritos cuyo signo distintivo es su capacidad para enviscar los ánimos y sembrar la cizaña por doquier tal vez sea una muestra de insensatez; hacerlo en las presentes circunstancias constituye una prueba de maldad.
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