LA PROPUESTA DEL del Govern de ampliar las horas lectivas ha merecido las previsibles críticas de los sindicatos. Como siempre, el más claro y diáfano ha sido el secretario general del STEI, Gabriel Caldentey, que ha afirmado que pasar de las 18 actuales a las 21 horas semanales se traduciría en “menos tiempo para los profesores para preparar material para los alumnos que necesitan de atención especial, diversificación o refuerzo”. Lo relevante es donde pone el acento Caldentey, en los peores alumnos, aclarando nuevamente que la auténtica finalidad de la enseñanza en España no es tanto lograr la excelencia como perseguir la equidad. Caldentey está en sintonía con los principios inspiradores de la LOGSE y su hijuela la LOE. La escuela pública debe estar al servicio de la integración de los peores alumnos, para “que sean como los demás”, nivelándolos a todos aunque el nivel medio baje considerablemente perjudicando así al resto. Aumentar las horas lectivas es, para el STEI, un paso hacia una educación menos igualitaria porque restará tiempo a los profesores para la diversificación, los planes de refuerzo, las adaptaciones curriculares o la atención a la diversidad.
Un sistema educativo en el que prevalece la equidad sobre la excelencia acaba generando con el tiempo, naturalmente, un creciente número de alumnos fracasados que necesitan de un creciente número de recursos para alcanzar la “equidad” deseada. Se trata de una profecía autocumplida. De hecho, los últimos estudios ponen de manifiesto dos realidades estrechamente asociadas. Por una parte, un abandono y un fracaso escolar masivos. Y paralelamente, una falta preocupante de alumnos excelentes. En España contamos sólo con un 3% de alumnos considerados sobresalientes mientras en Europa este porcentaje se eleva al 15%. A mi juicio, más estremecedor que el fracaso (y abandono) escolar, es el bajísimo nivel con el que salen nuestros mejores estudiantes, los bachilleres, que les incapacita para hacer nada medianamente decente en el campo de la ciencia o en el mundo de las letras.
Las leyes educativas socialistas han conseguido el mismo milagro que consiguió el socialismo real en los paraísos comunistas donde logró implantarse. La redistribución de la riqueza llevada al extremo tuvo como consecuencia extender la pobreza a todo el mundo. Con la enseñanza ha ocurrido lo mismo, la nivelación equitativa produce cada vez más suspensos y menos sobresalientes. Hasta tal punto es así que basta pasearse por cualquier centro de enseñanza para percatarse de los recursos que se dedican a los alumnos buenos y motivados y los dedicados a los malos y desmotivados. Hablaba el otro día con un profesor y me decía que mientras en su instituto un solo curso de bachillerato –o sea, los mejores– tenía a más de 40 alumnos, superando en mucho las ratios reglamentarias, una docena de alumnos del mismo instituto a los que se daba ya por desahuciados pero a los que se mantiene escolarizados a la fuerza contaban con una maravillosa aula informatizada con las últimas novedades en tecnología educativa, además de un profesor de refuerzo aparte del titular.
Cuando a los peores se les dan todo tipo de facilidades que se les niega a los demás porque “no lo necesitan”, cuando se estimula la vagancia y no el esfuerzo, terminamos generando cantidades industriales de malos estudiantes donde la excelencia se convierte en una “rara avis” expuesta a la mofa de la masa feliz e ignorante. La compasión en exceso, como sabían los clásicos, tampoco es justicia.
Para aplacar las críticas, los políticos están ahora escenificando mediante solemnes actos institucionales entregas de premios a los mejores estudiantes. Se trata de otro canto a la hipocresía mientras en el día a día sigan manteniendo este desequilibrio entre los infinitos recursos que destinan a los peores estudiantes y los magros recursos que destinan a los mejores. Desde la perspectiva de la austeridad y eficiencia, obligatorios valores de moda, el rendimiento que sacamos a los ingentes recursos dedicados a los malos estudiantes con el propósito, sin duda bienintencionado, de recuperarlos para los estudios tiende a cero. Uno se pregunta si nuestra enseñanza no mejoraría si estos medios se dedicaran a los estudiantes con más posibilidades. La muestra más evidente ha sido el crecimiento exponencial de los departamentos de orientación en manos de los psicopedagogos, estos nuevos clérigos dedicados en cuerpo y alma a llevar al redil a las ovejas descarriadas, sean éstas alumnos o profesores “trasnochados”. La principal misión de los “psicopedas” consiste en perseguir por los pasillos a los profesores reticentes para que adapten sus asignaturas a los peores estudiantes, lo que a menudo se traduce en un incremento fútil de papeleo sin apenas resultados. El problema de fondo es que los centros educativos han dejado de ser “centros” donde se enseña y se aprende. Su principal objetivo ya no es la transmisión de conocimientos, sino la “integración” y la “cohesión social”. Lo que debe evitarse a toda costa es que un mal alumno quede estigmatizado de por vida por no poder acreditar estudios. Hay que reinventar el sistema una y otra vez para que el alumno que no quiere estudiar, una víctima de la extensión de la enseñanza obligatoria hasta los 16 años, termine con un título, de lo que sea, pero un título en última instancia. El esperpento ha alcanzado tal magnitud que, como apuntaba Javier Mato, el Ministerio de Educación se está planteando poner en marcha un certificado que certifique que un estudiante no ha terminado la ESO pero que, me imagino, certifique que ha aprobado no sé cuantas asignaturas. Como lo leen, lo importante no es aprender, sino obtener un título para el mercado laboral.
En suma, el debate sobre si tienen o no tienen que realizarse recortes en educación es otra falsa polémica de las acostumbradas entre PP y PSOE. Depende de dónde y para qué. A diferencia de socialistas y nacionalistas, que sí saben lo que quieren y de quienes ya conocemos lo que dan de sí sus recetas, nadie sabe exactamente qué modelo educativo propone el PP, que habla mucho –sobre todo antes de las elecciones– pero que a la hora de la verdad, cuando gobierna, hace más bien poco, conformándose con reformas superficiales que no abordan el verdadero fondo de la cuestión.
De EL MUNDO/EL DÍA DE BALEARES, martes, 27 de septiembre de 2011
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