Por Román Piña Homs
LA GENTE corriente no solemos disponer de muchos amigos a lo largo de la vida.Incluso puede ser malo tenerlos, puesto que hay un paso entre tener muchos o ninguno. Yo dispongo de varios. Uno de ellos se llama Antonio Alemany Dezcallar.
Le conocí de casi adolescente. Con tres años más que él, se explicitaban entre los dos las conocidas diferencias del mayor sobre el menor. Terminada la carrera, tales diferencias se evaporaron y acepté sin reparos sus cualidades más que notorias, como su tesón e inteligencia singulares, que con los años le conducirían a erigirse en una de las plumas más brillantes y comprometidas del periodismo español.
Junto a Antonio viví de cerca los comienzos de la democracia en aquella aventura singular que representó el Diario de Mallorca de inicios de los setenta, un periódico convertido en el gran referente, incluso nacional, en orden a la conquista de las libertades en nuestro país. Y junto a él experimenté mi única y un tanto amarga experiencia política, como candidato por Coalición Democrática al Congreso de los Diputados, en 1979, el fallido reto de Manuel Fraga, Alfonso Osorio y José María Areilza, cuando ya se percibía una UCD agotada por sus disensiones internas y el discutido liderazgo de Adolfo Suárez.
Con el paso del tiempo, y tras sus aventuras madrileña y barcelonesa, seguí a Antonio de cerca en el nacimiento de EL DÍA DE BALEARES, cabecera original de este periódico, y nuestra amistad fue contrastándose a lo largo de decenios. Le tuve hace dos años, animándome tras las cristaleras, a dos metros de mi litera de la unidad de cuidados intensivos, recién operado del corazón. Su imagen fue la primera
que contemplé tras ocho horas de paréntesis vital, como meses antes lo había tenido también cercano, arropándome en aquella «mi última clase», al ser despedido por injusta y sectaria decisión de la Junta de Gobierno de la Universidad balear.
Con estas imágenes de mi archivo mental estaba el pasado miércoles, al tiempo que contemplaba las televisivas de Antonio entrando en la Audiencia Provincial de Palma, presto a defenderse de las graves
acusaciones que pesan hoy sobre él.
Sonó el teléfono. Era Ángela Seguí. Me invitaba a participar en su programa de IB3 Radio, para precisamente hablar de él.
Me excusé, diciéndole que era su amigo. No me sirvió. Precisamente por esto apenas una hora después estaría ante el micrófono, como ahora lo estoy ante el ordenador.
Tanto aquellos que le queremos, como quienes mínimamente le respetan, tenemos que sentirnos dolidos de la soledad de Antonio. Salvo un artículo brillante, pero desde la distancia, de Agustín Pery, posteriormente matizado en conmiseración de Joan Martorell, y otro mucho más cercano, como era de esperar, de
Gaspar Sabater, los dos desde las páginas de éste que fue su diario, no he visto pluma alguna que se molestase en reconocer al amigo o al brillante colega periodista, al menos desde el debido respeto a la presunción de inocencia. Así es la vida y así son las cosas en este nuestro pequeño país, sistemático exponente de envidias y mediocridad ciudadana, cuando no de indiferencia ante el dolor ajeno. Ya lo presintió Santiago Rusiñol, hace un centenar de años, al describir al prenedor de sol mallorquín como el más acabado espécimen del llamado sanfotisme, este «pasar del otro» que sabemos ejercer a las mil maravillas las gentes de un pueblo como el nuestro, con dos mil años de permanente colonización, acostumbrado al desdén, cuando no la desconfianza, bien sea del pariente o del vecino de al lado.
Pero, todo sea dicho, del acoso y derribo de Antonio Alemany, no son precisamente las diatribas de sus adversarios lo que me ha llamado la atención, puesto que tienen su lógica, sino el silencio de los suyos. De ahí que –ustedes comprendan– no quiera sentirme cómplice de este silencio.
Tiene cierta explicación que desde las tertulias televisivas, incluso las de medios afines a su ideología, se haya despachado más de un tertuliano con la más absoluta superficialidad, acusando a nuestro paisano de chorizo o de vulgar estafador, describiéndolo como un periodista sin escrúpulos que, conchabado con el poder, se ha llevado medio millón de euros de las cajas del Govern balear. Pero que aquí seamos capaces de entrar en el mismo juego, conociendo al acusado –puesto que su trayectoria es más que notoria– me parece imperdonable. Antonio Alemany es personaje desbordante y desbordado. Como personalidad desmedida, ha sido víctima de no pocos errores propios, que desgraciadamente le han pasado factura a lo largo de los años.
Hoy aparece colocado en especial dificultad. Su inteligencia, más que preclara, debería haberle servido para comprender que si aceptaba el reto de ser el hacedor de los discursos del presidente, lo más aconsejable era dejarse nombrar asesor o jefe de su Gabinete de Comunicación. Le habría evitado los actuales disgustos. En
otras palabras, nadie le hubiese echado en cara la remuneración percibida; si acaso la habría envidiado o discutido, olvidando que el precio de un discurso depende en gran medida de la valía de quien lo prepara.
Pero hay mucho trecho entre esto, o sea entre los dimes y diretes de la envidia o la libre disconformidad, y la acusación que se le hace, de falsario y estafador. Dicho todo esto, esperemos que los jueces,últimos garantes del orden jurídico, dicten justa sentencia.
Publicado en El Mundo
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