Un estimulante estudio histórico sobre la Corona de Aragón y las islas Baleares, que nos hemos pasado los siglos intentando zafarnos de los avariciosos tentáculos barceloneses.
Pío Moa lo titula Auge y declive de Barcelona:
En las primeras décadas del siglo XIV, la corona de Aragón llegó a su mayor gloria. Disponía de la universidad de Lérida y otros focos de cultura, dominaba las grandes islas del Mediterráneo occidental y partes de Grecia, y contaba con una población relativamente numerosa, y Barcelona controlaba el Mediterráneo occidental en rivalidad con las ciudades italianas. Pero desde 1333 su posición empeoró con un año de hambre que mató a mucha gente, agravado por el bloqueo impuesto por la flota genovesa; y en la década siguiente fue azotada con enorme virulencia por la Peste negra. Estos desastres causaron un fuerte retroceso económico y demográfico, y Cataluña entró en un período de estancamiento, con creciente tensión social. Además, el sistema confederal impuesto por Jaime I al consolidar como reinos a Valencia y Mallorca, produjo discordias y guerras. Mallorca, forzada al vasallaje del rey aragonés, buscó a menudo separarse y volvió a hacerlo en 1295, hasta que en 1343 Pedro IV el Ceremonioso invadió de nuevo la isla y el Rosellón. Hubo otro intento separatista en 1349, y solo en 1375 volvió Mallorca definitivamente a la corona. El Ceremonioso también desbarató en una guerra civil entre 1347 y 48, una revuelta de aragoneses y valencianos.
Luego, en 1351, el rey guerreó contra Génova, sofocó dos revueltas en Cerdeña (una de ellas duró cuatro años desde 1364); e instaló una colonia de catalanes en la ciudad sarda de Alghero. Pero su contienda más prolongada la mantuvo con Pedro I el Cruel de Castilla, en disputa por zonas fronterizas: empezó en 1356 y duraría casi 20 años, complicados con plagas de langosta, peste y hambres. Desde 1366 intervino en la guerra civil que asolaba Castilla respaldando a Enrique de Trastámara contra Pedro I, un reflejo de la Guerra de los cien años. La paz llegó en 1375, casándose la hija del rey aragonés, Leonor, con Juan, heredero del trono castellano, boda que tendría efectos políticos de largo alcance. Aunque la lucha acabó sin vencedores ni vencidos los dos reinos, más el de Aragón, terminaron casi exhaustos, y los enormes gastos obligaron al Ceremonioso a admitir la inspección de las cuentas reales por las Cortes, a través de la Diputación del General (“general” se llamaba a los tributos reales, y la diputación provenía de las Cortes celebradas Monzón en 1289), de la que derivaría la Generalidad.
Tratando de aumentar el poder regio, El Ceremonioso también entró en conflicto con el Inquisidor general, Nicolau Aymerich. Este era muy propenso a usar la tortura, llegó a prohibir las obras de Raimundo Lulio, se enfrentó al predicador Vicente Ferrer, estableció las normas inquisitoriales (que se aplicarían también en Castilla al extenderse a ella la Inquisición, un siglo más tarde), y fomentó una revuelta contra el rey en Tarragona. Como el monarca, defendía a Aviñón sobre Roma.
Se considera a Pedro IV el Ceremonioso autor o impulsor de la Crónica de San Juan de la Peña, primera historia general de Aragón, que comienza, siguiendo la tradición, llamando a Túbal, hijo de Jafet, el primer poblador de España. Posiblemente quería competir con la Estoria de España de Alfonso X el Sabio. También compuso u ordenó componer una crónica de su reinado, en tono autobiográfico como el Llibre dels fets de Jaime I. Estas dos crónicas más de la de Bernat Desclot y la de Muntaner constituyen un conjunto de grandes crónicas catalanas, uno de los mejores conjuntos historiográficos europeos de la época Edad de Asentamiento.
A pesar de sus esfuerzos, con Pedro IV terminó la época gloriosa de Barcelona, tanto por las pestes, hambres y dispendios de la guerra con Castilla como por el éxito creciente de sus rivales genoveses, aliados de Castilla y Portugal; y sobre todo porque, una vez despejado el estrecho de Gibraltar de la amenaza musulmana, las rutas comerciales entre el Mediterráneo y el Atlántico se alejaron de su puerto. La ciudad reaccionó a su declive con acciones bélicas y piratería, que a la larga la perjudicaron.
El siglo XIV se señala en la corona de Aragón por una lucha encarnizada entre el rey y los nobles por la hegemonía. Aunque las Cortes se originaron en León, como quedó dicho, fue en Aragón, y especialmente en Cataluña, donde adquirieron mayor fuerza, no solo de España sino de toda Europa. La resistencia monárquica no logró evitar que las Cortes se eligiesen al margen de los reyes, controlasen los tributos y el gasto, y ejerciesen funciones legislativas. Por tanto, los reyes hubieron de doblegarse una y otra vez a un pactismo cuyo mayor defensor doctrinal fue el influyente franciscano Francesc Eiximenis, que escribió en latín y más en catalán, y dedicó atención a la teoría política. Sorprendentemente para un franciscano, elogió la riqueza y, aunque desconfiado de los nobles, ensalzó con fervor a los mercaderes, a quienes el poder político debía favorecer sobre todos porque “son la vida de la tierra donde están, son el tesoro de la cosa pública”. Sin ellos, “las comunidades decaen, los príncipes se vuelven tiranos, los jóvenes se pierden y los pobres lloran”. “Nuestro Señor Dios les hace misericordia especial en muerte y en vida”.
Eiximenis sostuvo a la vez la procedencia divina del poder político y su origen en un pacto de la sociedad civil, pues “nunca las comunidades dieron poder absoluto a nadie sobre ellas, sino con ciertos pactos”; pactos que debían beneficiar a la comunidad por encima del príncipe, otra cosa sería despotismo. Al limitar el poder regio, el pactismo tenía un tinte democrático, pero fortalecía a las oligarquías nobiliarias y mercantiles sobre los campesinos y el pueblo bajo, que en Cataluña sufrían mayor opresión que en el resto de España (salvo, quizá, Galicia), por haberse hecho la repoblación bajo estricto control señorial: el poder monárquico, más alejado, resultaba mucho menos opresivo que el de los nobles y grandes comerciantes, siempre más inmediato.
El propio Eiximenis expresa muy bien esa mentalidad, también inesperada en un franciscano. Al revés que el dominico Vicente Ferrer, abogado del “pueblo menudo”, denigró a este con frases difíciles de encontrar en otros lugares: gente “bestial, rústica, desprovista de razón, maliciosa”, apenas mejor que las bestias y a quien debía tratarse con “golpes, hambre y castigos duros y terribles”. Quizá este aborrecimiento tuviera relación con las revueltas campesinas y del “pueblo menudo” en Europa, como las de Flandes en los años veinte y otras relacionadas con la Guerra de los cien años, tales la Jacquerie francesa de 1358, de los campesinos oprimidos por impuestos derivados de la guerra, y que fue ahogada en sangre por los nobles; o la inglesa de 1381 por la abolición de otro impuesto parecido y de la servidumbre, e igualmente aplastada. En la propia Cataluña crecía la protesta de los payeses contra los “malos usos” causa de luchas sociales prolongadas.
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