martes, 15 de marzo de 2011

Topicazos educativos

 Joan Font Rosselló
 
LA ENSEÑANZA inspirada en el espíritu de la LOGSE ha fracasado en España. Sin embargo, sindicatos y políticos, políticos y sindicatos, siguen aferrándose a los mismos tópicos de siempre, a las mismas socorridas falacias para no reconocer que la verdadera causa del fracaso son los principios psicopedagógicos (comprensividad, constructivismo, inclusivismo) del actual marco legislativo, así como la conversión de la escuela en un falansterio donde se persiguen -con escaso éxito, por otra parte- toda clase de finalidades ético-social-identitarias y no aquello que debería ser primordial: la transmisión de contenidos. El problema es que los centros de enseñanza han dejado de ser esto, centros de enseñanza. Veamos algunas de estas falacias.
La falacia «economicista» se ha convertido ya en un mantra reiterativo. Consiste en creer que para mejorar la educación hay que gastar más dinero. Es evidente que los medios son importantes, pero la experiencia refuta que a mayores medios mejor educación. Nunca antes se había gastado tanto en enseñanza en España y nunca antes los resultados habían sido tan penosos. Países del Este de Europa, o Méjico, que gastan menos que España, obtienen resultados mucho mejores en los informes PISA. Francia y EEUU, que gastan más que Finlandia, deberían obtener mejores resultados de los que tienen. Dinamarca no es la que mejor resultados obtiene a pesar de dedicar el 8,28% del PIB en educación. Tampoco son determinantes aspectos como las ratios profesor-alumnos. En Baleares la ratio es de 10 alumnos por profesor, menor que en La Rioja o Madrid, con mejores resultados.
Una variante de la falacia economicista es la falacia «tecnocrática», basada en creer en el poder infuso de la tecnología. Creerse que un ordenador portátil por alumno o que las pizarras electrónicas van a ser la panacea a nuestros problemas es confundir los medios con los fines. La tecnología es un buen recurso para quien está bien formado, no para quien no lo está. Los resultados, sin conocimientos previos y sin un buen dominio del lenguaje, no mejoran gracias a la tecnología.
Una segunda falacia es la llamada «falacia temporal». Algunos creen que cuántos más años dure la enseñanza obligatoria mejor. Los socialistas incluso proponen extenderla a los 18 años. El derecho a la educación es uno de los pilares de nuestras democracias. De este derecho individual se derivan externalidades positivas para el conjunto de la sociedad. Sin embargo, un alumno sin ganas de aprender se convierte en un alumno problemático en un instituto. Este alumno podría tener un futuro prometedor como aprendiz en un taller mecánico. Abrirle esta puerta es liberarlo y dejarle crecer ya que se puede estudiar sin provecho y se puede aprender trabajando. Dejémonos de ficciones y reconozcamos que no todo el mundo tiene las mismas capacidades e intereses. La conclusión de haber ampliado la ESO hasta los 16 es concluyente: la conflictividad aumentará si uno está anclado a una infancia prolongada y obligatoria hasta los 18 años. Además, tiene otro efecto para los estudiantes que sí quieren aprender: el nivel académico del conjunto baja irremediablemente.
La tercera falacia es la «implicación de las partes». Se pide la implicación de todos (la familia, el barrio, la sociedad) como si el problema fuera de todos, presentándolo como algo externo a la propia enseñanza. Esto evita plantearse cambiarla de puertas adentro. Es un argumento exculpatorio, lo que se pretende es no cambiar nada y resignarnos al fracaso.
Una cuarta falacia es la del «cambio continuo». Esta falacia, que subyace a la manida apelación a un «pacto educativo» entre PSOE y PP, consiste en asegurar que si la educación en España ha fracasado es porque se han promovido leyes educativas opuestas a cada cambio de gobierno. Falso. Las únicas leyes educativas que se han aplicado en España en los últimos veinte años han sido la LOGSE y su hijuela la LOE, ambas socialistas con el consentimiento de los populares.
La quinta falacia es la del «profesor carcamal». Se presenta al profesor como un carcamal aburrido y envejecido, que dicta a sus alumnos unos grasientos apuntes que repite desde hace treinta años, mientras los pobres jóvenes tienen que memorizar sin entender nada. La caricatura da paso a la necesidad imperiosa de conminar al imaginario carcamal a renovarse didáctica y metodológicamente. Así, cada diez años se pone de moda una panacea pedagógica. A principios de los años 90 fueron los «temas transversales». Posteriormente, distinguimos entre procesos actitudinales, procedimentales y conceptuales. Con tal de asegurar su aplicación, los pedagogos conminan a los docentes a reconvertir burocráticamente las programaciones generales y las de aula. Su última ocurrencia han sido las competencias básicas. Con estos bálsamos de Fierabrás, que suelen tener su origen en alguna tesis doctoral de algún remoto departamento de pedagogía, se insiste al profesor que se recicle, que deje de lado su enseñanza «teórica y farragosa» -un mito- y trata de convencérsele de que no tiene sentido el saber por el saber sin conexión con la vida cotidiana.
Esto nos introduce a la siguiente falacia, la «utilitarista», la de que hay que «enseñar para la vida». Lo teórico no tiene sentido a menos que tenga una aplicación práctica. El problema real es precisamente lo contrario. En la práctica, lo que los docentes constatan a diario es la falta de formación básica para aplicar estrategias en la resolución de dificultades habituales y cotidianas. Sin un nivel básico de conocimientos, el desarrollo de «competencias», por básicas que sean, es imposible. Incluso el conocimiento entendido como know-how es un vaso comunicante con el pensamiento, de forma que uno y otro se retroalimentan. Dos simples ejemplos lo ilustran perfectamente: la falta de vocabulario o de hábitos de lectura hacen imposible la compresión o la redacción de un texto. Y sólo mediante un hábito, para el que en principio existe una resistencia, se adquiere la «competencia». No se puede resolver un sencillo problema matemático si no se sabe sumar o multiplicar.
Desechar estas falacias y admitir los hechos es el primer paso para arreglar el problema.

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